martes, septiembre 11, 2007

Entre la degollina, “La Guadalupana” contra “La Gachupina”

(México novohispano 25/25)

Miguel Hidalgo y Costilla o “el cura bribón” (como le llamó el militar Ignacio Allende cuando dejaron de ser amigos), tenía cincuenta y ocho años cuando la leyenda cuenta que hizo tocar las campanas de la iglesia del pueblo de Dolores y se dirigió a los feligreses para arengarlos sobre ir tras él con la finalidad de lograr sus derechos. Mentiras.

El curita no tenía nada de cándido ni de religioso, era similar a sus colegas ensotanados, pero la diferencia es que se trataba de un hombre sí, muy listo. Era bien conocido que gustaba de las mujeres jóvenes y de codearse con la gente rica, aunque el buen Miguel no era un pobretón o un cura de sandalia y percal remendado, poseía tres haciendas en Michoacán: Jaripeo, Santa Rosa y San Nicolás. Estaba a cargo de una parroquia que generaba unos nueve mil pesos anuales y había fundado, en Dolores, la industria de la cría del gusano de seda y una alfarería sólo capaz de competir con la “Talavera” de Puebla. ¿Qué enseñó a trabajar a los indios? Pues claro, ¿cuándo se ha visto que un patrón deja que sus empleados hagan las cosas al chingadazo?, a menos que se trate del gobierno y el que pierda sea el pueblo, allí sí vale. Y el cura Hidalgo sería todo menos el clásico perdedor, así que ha trabajar, haraganes. Es de comprenderse, el señor necesitaba dinero para: mujeres, fiestas (ah, cómo le gustaban, sobre todo con orquesta para amenizar los bailes), buena comida, ropa fina y la adquisición de algunos libros para ejercitar los idiomas que hablaba: italiano, francés, otomí, tarasco y náhuatl.

Pues el encantantador don Miguel se despertó la madrugada del 15 de septiembre de 1810 con al noticia de que los habían delatado y sonaba cada vez más fuerte el run-run de que los iban a aprehender. ¿Acusárseles a unos buenos criollos, niños riquis todos, de conspirar en contra del gobierno? ¿No sabían los muy ingratos que gente chismosa hay en todas partes y en momentos en que el trono pertenece a Pepe Botella, el hermano del tal Napoleón, cualquiera es sospechoso? No quedaba más que adelantar los planes (la idea original era proclamarse hasta octubre): encarcelar a todos los gachupines —españoles— de la Nueva España, confiscarles fortunas para financiar la revuelta y mandarlos de regreso a su patria.

Hidalgo aprovechó el amanecer del 16 de septiembre, que era domingo y en lugar de misa —total, no se la daba eso de hacerle al cura— habló con la indiada, mestizada y criollada que se comenzaba a reunir. Pues fíjense ustedes que estos cabrones españolitos le entregaron el trono al Napoleón, un hereje como no hay dos; ¿quién puede defender al reino? Pues sus meros hijos. Y a la carga mis valientes. ¿Valientes? Era un tumulto el que seguía al buen padrecito que de guerra no sabía un carajo, pero de hablar y endulzar oídos, era un experto y más si recordamos que les habló en sus idiomas: tarasco, otomí y náhuatl. ¿Ya a dónde va compadre? Pues atrás del padre, quesque a defender al rey porque dicen que el Diablo ya llegó y gobierna no sé qué cosa de Francia. ¿Derechos contra el colonialista explotador? Ellos ni sabían de esos términos.

Carismático, como político en campaña, el cura Hidalgo más que al frente de una revuelta popular va delante de un desfile de andrajosos, hambrientos, desprotegidos. No marcha un ejército, van familias enteras; aún no se dispara un solo tiro pero comienzan los degüellos, conforme avanza la turba se aprehende a los gachupines que encuentran a su paso y sus cogotes enfrentan el filo del cuchillo “insurgente”. El 28 de septiembre de 1810, el cura se encuentra a las afueras de la ciudad de Guanajuato; los españoles que residen allí se encierran en la alhóndiga de Granaditas, un tremendo edificio fortaleza que servía para almacenar alimentos. Nueve horas de refriega, la indiada con piedras desde afuera, los gachupines bien pertrechados desde sus puestos. Dos mil “insurgentes” muertos y cuando se incendia la puerta del edificio, la turba está incontrolable, enloquecida. A degollar gachupines, pero antes, se les desnudaba, sólo para cerciorarse que en verdad no tenían cola de diablos.

¿La primera gran batalla o la primera sangría que provocarían las huestes del cura Hidalgo? A partir de entonces, la simpatía con que lo vieron los primeros criollos se transforma en alarma. La importancia radical de la masacre ocurrida en Guanajuato sólo indica que el sistema colonial sustentó el dominio de tres siglos mediante el bombardeo mental a sus vasallos, a los siempre trató de cobardes. Avanza el cura y llega a las proximidades de la ciudad de México, la cereza, el fruto. Si cae la capital, el virreinato se resquebraja. Eran los últimos días de octubre de 1810. El virrey nombra patrona de la ciudad, protectora y generala a la virgen de los Remedios, “La Gachupina”. Los rebeldes se confían en la virgen autóctona, “La Guadalupana”. El clero ya hacía muy bien su trabajo: en los púlpitos de Nueva España se repite hasta la saciedad que Miguel Hidalgo es un enviado de Napoleón, que atenta contra Dios y la religión católica. La turba fue aplastada en la batalla del Monte de las Cruces.

El padre Hidalgo empieza a coleccionar pérdidas, su turba no aguanta los embates del ejército, el “realista”. Su aparente éxito en Guadalajara es su ocaso, allí obliga a que se le nombre como “alteza serenísima” y decreta leyes como quien dicta sermones.

Un 30 de julio de 1811, un pelotón de fusilamiento acaba con la vida del “cura bribón”. Su cabeza fue cortada y se trasladó hasta la ciudad de Guanajuato, junto con las cabezas de otros tres cuadillos militares, metidas en jaulas de hierro fueron colgadas en cada esquina de la alhóndiga de Granaditas. Fueron exhibidas por diez años, hasta que se consumó la verdadera independencia de un joven país al que se llamaría México. Quedaba atrás Nueva España… trescientos años.