La sociedad novohispana comienza el siglo XIX con un pie colocado sobre el terreno de las inconformidades y con el otro en su consabido fanatismo. En un párrafo, Armando Ayala Anguiano resume lo que sería la llave para desatar la “insurgencia” en donde trece años después conoceríamos al fin como México: “El 28 de julio de 1808, el virrey de la Nueva España, José de Iturrigaray, emitió una proclama para anunciar que Carlos IV había abdicado a favor de su hijo, Fernando VII; que ambos se hallaban presos en Francia y que Napoleón Bonaparte había entregado la corona de España a un hermano suyo llamado José”.
La noticia corrió rápido por todo el territorio. Pero hay una paradoja que evitó a los novohispanos, tan dados a celebrar cualquier gran acontecimiento de la Metrópoli, no se organizaran para celebrar concursos de poesía y misas solemnes. Había un nuevo rey al que se le debía obediencia y lealtad, sí; pero estaba preso y en las manos de un hereje que por si fuera poco era el emperador de los franceses, aquel se llamaba Napoleón Bonaparte. El pueblo, cerril y desinformado, no tenía más noticias que las que autoridades civiles y curas de púlpito querían proporcionarles: el diablo había llegado, hay que defender lo que es del rey a sangre y fuego. Vestiduras rasgadas, llantos, sentimiento de traición, flaqueza en el país más valiente y poderoso del planeta (eso únicamente lo repetían los españoles), había que luchar por “el amado rey Fernandito”; sin saber, claro, que Carlos IV y Fernando VII estaban presos, juntos, en un lujoso palacio de la campiña francesa, atendidos, como era lógico: a cuerpo de rey.
En el fondo, rechazar al invasor Napoleón y al nuevo monarca José Bonaparte, mejor tildado como “Pepe Botella”, era más por razones de conservar el poder que por el mero prurito de euforia patriótica. Los comerciantes peninsulares, expertos en venderlo todo sin producir nada, pensaban que de ganar los franceses el trono de España, el comercio favorecería a los galos; la preocupación del clero era la imposición de una ley que admitiera la libertad de cultos y adiós monopolio de virgen de vírgenes. Por eso las estampas que reproducían a Fernando VII plagaron las plazas y los atrios de las iglesia.
En agosto de 1808 se conoce la gran noticia: el pueblo de Madrid se alzó en armas contra los invasores: ganaron, ganamos. En Nueva España, para olvidar viejas y añosas rencillas, indios, gachupines, criollos, mestizos y mulatos organizan un jolgorio donde lo que sobra es el vino y pulque. En la ciudad de Querétaro, una compañía de teatro monta una obra donde se escenifica la “guerra peninsular”; la representación termina cuando los actores que hacen de soldados franceses se arrinconan y en una actitud de humillación, bajan sus pantalones y se acuclillan en señal de estar cagándose a causa del mismísimo miedo. El regocijo duraría poco, los invasores masacraron a los españoles.
Pero mientras el pueblo ríe y sufre, en las altas esferas las negociaciones son la orden del día. ¿Si ya no hay rey, alguien debe gobernar en su ausencia? ¿Los colonos tomarán de ejemplo a sus vecinos del Norte, quienes en 1783 obtuvieron el reconocimiento de su independencia frente a Inglaterra? ¿Qué hace una colonia que apenas tiene un ejército mal pertrechado si a los indios y los criollos se les ocurre declararse libres? Para aquella época, los españoles componen acaso el diez por ciento de la población y en sus manos están casi todas las propiedades y riquezas del reino, el resto la va mal pasando con el trabajo de sus manos.
Derrocada la burocracia española, el síntoma se resiente en Nueva España. Se depone a Iturrigaray como virrey y los ricos y el clero nombran a un pelele, el octogenario Pedro Garibay. El golpe de estado no cunde, porque el clero manda decir en todos los sermones que todo es a favor de mantener puesta la esperanza en el regreso de “El Deseado” (Fernando VII). No se gasta un solo tiro, los criollos no pensaban en su independencia sino en su autonomía, creen en Fernando VII tanto como en la virgen de Guadalupe. Pedro Garibay sólo gobierna diez meses, le seguirá el arzobispo de México: Francisco Javier de Lizana y Beaumont, quien toma el poder el 19 de julio de 1809.
En diciembre del 1809 se descubre una conspiración que pretendía la autonomía de la colonia. Cárcel, mazmorra. Pero la mecha estaba prendida. Llegaban noticias de que los criollos de Buenos Aires, de Caracas y de Bogotá, ya habían formado sus juntas de gobierno. Los primeros días de septiembre de 1810, llega un correo al corregidor de Querétaro. Miguel Domínguez, allí se le informa que investigue las denuncias de una junta conspiradora. Era la tarde del trece de septiembre.