Muchas veces he leído entrevistas que periodistas de renombre formulan a escritores laureados. Del cuestionario es casi imposible escapar a la pregunta que refiere a la existencia de la “inspiración” o al terror que supone enfrentarse a la hoja en blanco. La pregunta es innecesaria si partimos del supuesto que no hay un solo método para escribir ficción y que si lo hubiera, la ficción supone una manera tan libre como arbitraria que no sería criminal atentar contra la norma y hacer lo que plazca o lo que se pueda.
¿Cómo ideó William Shakespeare cualquiera de sus piezas teatrales? ¿Con método o con inspiración? Algunos estudiosos de la obra del inglés refieren que tomaba fragmentos de noticias de la época, les confería la estructura entendible para el público que asistiría a las representaciones, unos toques de ironía, unos toques de humor o tintes de tragedia y allí estaban los personajes con sus cuitas a las espaldas. Luego a montar las obras y a cosechar aplausos y dinero. La verdad se la quedó el dramaturgo porque en aquel tiempo no había periodistas con grabadora en mano y lo que nos llega son conjeturas. Es cierto, nadie pone en duda la genialidad de aquel pulso.
Sabemos, a luz deductiva de biógrafos y estudiosos, que Balzac compraba muñecos, los colocaba en su mesa de trabajo y cada uno de ellos recibía el nombre de los personajes que lo ocupaban en ese momento. Una especie de maqueta o un caprichoso juego de ajedrez, quizá. Detallar si eran soldaditos de plomo y muñecas de porcelana sólo conferiría la zona poética del método de quien ideara la “Comedia Humana”, esas cincuenta y dos novelas que retrataron las pasiones y estremecimientos de una época determinada.
Hasta bien entrado el siglo XX, con los sistemas de almacenamiento documental a la mano, no disponemos en realidad de los testimonios directos de los escritores consagrados. Antes nos quedan fragmentos y deducciones del crítico o el filólogo que han querido ver en la correspondencia o en algunos “ensayos”, declaraciones sumamente poderosas como para discernir los métodos de escritura. Lo que sí podemos atisbar es que las obras se corresponden con los públicos a los que van dirigidos, es decir, que están pensadas para el consumo en un tiempo y espacio determinados y que lejos de leyendas románticas, ningún creador buscaba por sí misma, la huella de la inmortalidad.
El hagiográfo o “escritor de la vida de los santos” medieval primero quería lectores y que los pocos que sabían leer, transmitieran de manera oral lo que estaba consignado en los escasos y costosos libros. Pero en la cuestión de reproducir las hazañas de los mortales que por sus méritos llegaron a ocupar un sitio en los altares católicos, había claros intereses de por medio. Contar con la aceptación de los milagros en que podía interceder un tal o cual mortal transformado, por obra y gracia de la pluma, en “inmortal”, acarreaba beneficios económicos, sobre todo a quienes poseían los despojos o alguna de las chucherías consideradas reliquias. ¿Cuánto polvo levantó durante siglos el hecho de que en la catedral de Colonia (Alemania) se afirmara o afirma que están los cráneos de los Tres Reyes Magos?
¿Qué quiere un escritor literario del siglo veintiuno y que se enfrentará al cambio en los soportes, es decir, del papel a la pantalla? ¿Se dejará de imprimir y nuestras lecturas favoritas ocuparán sólo la milésima parte de la memoria electrónica que tienen el tamaño de la cabeza de un alfiler y en la cual hay viabilidad para almacenar una inagotable cantidad de información?