lunes, septiembre 17, 2007

Juntar libros


Miguel Hernández fue un poeta elegiaco, de las tristezas que supone el paso por la vida y uno de sus poemas, Umbrío por la pena, contiene un verso tajante: “Tanto penar para morirse uno”. Esta es una suposición cierta, ¿de qué sirve coleccionar desdichas si al final la única seguridad que llega es la muerte? Claro, aquello de Hernández niega toda posibilidad a la alegría y dadas sus aseveraciones a veces aquellas letras cadenciosas se parecen a la historia del hombre avaro: acumular riquezas manteniendo una vida de miseria. Es también similar a dedicar media existencia en formar una nutrida biblioteca personal para que al final, cuando la cita con la pálida dama es evidente, los libros comienzan por oler a viejo y estorban.

Es verdad que muchas bibliotecas públicas se nutren de acervos privados cuyos donantes prefieren el polvo de la comunidad al del olvido. No es lamentable si se toma en cuenta que al menos se tiene la seguridad de que alguien –digamos especializado en el manejo de estos materiales bibliográficos, como “bibliotecarios” por ejemplo- quedará velando, al menos durante las horas que marca su jornada, por la integridad de los tomos que tanto se apreciaron.

Porque si como decía Ikram Antaki, necesitaríamos tener nueve vidas, como los gatos, para leer todo lo que un espíritu ilustrado necesita, la verdad es que sólo tenemos una. Pero esto de coleccionar libros se convierte en una manía, en una enfermedad. Yo cada que puedo me paseo por las librerías de viejo, donde nunca falta una góndola en que los tenedores de librero colocan decenas y decenas de ejemplares amarillentos y húmedos que rematan en cinco pesos. Allí pesqué una ajada edición de Consejas para salvar el espíritu escrita por un tal padre Juan Antonio Mancilla, jesuita y tasada en la ciudad Condal durante los primeros días del año 1948. Ah, y la primera hoja está firmada (al estilo de ex libris) con tres iniciales a las que sigue una inscripción que indica: “Opus Dei”.

¿A quién rayos le interesará leer una cosa así? Quien escribe llegó no más allá de la página 20 y al tercer connato de quedar dormido cambió esa lectura por una novela de Antonio Muñoz Molina. Es que en eso de las preferencias lectoras uno no puede andarse haciendo el promiscuo y aceptar cuanto rematan los libreros. Recuerdo que en aquella tarde de pesquisas también esperaba la benevolencia de un bolsillo un manual para criar pollos de granja, fechado en mil novecientos treinta y tantos. Quizá la avicultura podría resultar más interesante a los niños de ciudad, quienes suponen que los pollos que se rostizan en los mercados nacen desplumados y con la varilla atravesada entre cuello y rabo.

Pero de verdad que es como para aflojar los ladrillos del muro de las lamentaciones atinar en que en muchos de estos negocios, de vez en cuando, arriban cajas repletas de acervos que hacen la envidia de lectores y coleccionistas. Casi siempre se trata de un cargamento que proviene de una biblioteca privada recién desmantelada... bien porque viudos o viudas prefieren recuperar al menos 500 pesos o porque los herederos piensan que la propiedad familiar va en detrimento si un cuarto está lleno de libracos.

Cuando visito una feria del libro o un negocio de esta naturaleza siempre me largo deprimido. Hay tanta oferta y tan escasa demanda que uno se pregunta ¿para qué carajo insisto en seguir escribiendo? Invariablemente siempre compro aunque sea una revista y cuando la coloco en la estantería algo me zozobra: ¿y se me muero al rato? Tanto penar.