Foto: Arturo Ávila Cano
A quien guste de las conjeturas ociosas le saldrá el ánimo de identificarse con la barbaridad que escribiré a continuación: si los conjurados de 1810, transformados por ritual histórico en “héroes” que nos dieron patria y libertad no hubieran caído ante el pelotón de fusilamiento, ¿el cura Miguel Hidalgo se habría autonombrado virrey? ¿La corregidora Josefa Ortiz hubiera solicitado la nulidad matrimonial que la ligaba a don Miguel Domínguez y se hubiera tirado a la vida loca? ¿Allende y Aldama, los militares criollitos, hubieran fundado su academia militar al estilo gringo y los miembros del ejército mexicano actual cantarían consignas religiosas mientras entrenan? Así podríamos seguir hasta llegar a los tiempos en que Benito Juárez vio truncada su carrera de convertirse en dictador porque la angina de pecho vino a darle al trasto con su vida. “Si Juárez no hubiera muerto”.
Pues sin víctimas, “corderos”, “siervos de la nación” o en el más exagerado de los casos, “mártires”, no habría motivos de festejo. ¿A santo de qué, los centros comerciales venderían miles de litros de tequila, porquerías envasadas a las que les llaman botanas típicas, trapos entintados de verde blanco y rojo, música de mariachis, sombreros de paja que ya ni los agricultores —palabreja con ansia moderna para no decir: campesinos— emplean y demás artículos propios del mes patrio? Los antropólogos, sociólogos e historiadores apuntarían que se trata de una cohesión que identifica el sentido nacional de un pueblo; sentirnos iguales pese a las diferencias políticas, económicas y culturales que imperan en un territorio donde más de cien millones de almas berreamos, disfrutamos y maldecimos. Imagine usted una semana santa sin la presencia de un “santocristo” todo madreado.
La fiesta es la vuelta al mito que conmemora el recordatorio de la construcción de seres que dieron su vida a cambio del bienestar común pero que, por el azar de su existencia, vieron truncado su proyecto o su vida misma. Esta “construcción” descansa en leyendas que magnifican tanto al héroe como al villano, de personas que fueron (sólo de las que nos consta su existencia real) pasan a convertirse en personajes con vicisitudes o acontecimientos fuera de lo común. De responder “Tú lo has dicho” a la inquietud de: ¿Eres el hijo de Dios? podríamos argumentar que según las creencias, estaba escrito que sucedería aquella inmolación. Pero de: “Hijo, ríndete y dame tu espada” a la negativa de: “No, padre, mi patria es primero”, hay el mismo trecho de la leyenda evangélica a la patriota, o el mismo afán de resaltar las virtudes anunciadas para que la víctima nos deje de parecer locuaz. Si el sacrificio redime a los que se quedan vivos, entonces se llama acto de valentía, arrojo, intrepidez, bravura, firmeza; jamás locura.
Ningún anhelo de recordatorio nacional o generalizado, que podría ser lo mismo que desear “vida eterna”, pone en evidencia al villano. Nadie le desea “vivas” al autor de las inmolaciones, aunque gracias a ellos el recordatorio de sus víctimas es la clave para fomentar la catarsis colectiva. Supongan que se decide un retruécano y en lugar de que la fórmula del grito de independencia que plañen los gobernantes en este país, diga como entrada: “Viva Hidalgo”, obligara a quienes protagonizan tal acto, decir: “Viva el escribano que redactó el acta que condenó y maldijo al cura Miguel Hidalgo y Costilla”. Pues no sería fiesta, porque habría necesidad de dos opciones. Primero, dar por contado que los que acuden a gritar “vivas” tengan pleno conocimiento de los motivos que dieron lugar a los procesos históricos. Segundo, explicar, en ese momento de ardor patriotero, cuáles fueron las razones por que a un cura se le nombró el padre de esta nación llamada México.
Ni lo uno ni lo otro, que vivan los que nos dieron patria y libertad, que con tanta fiesta las nalgas se hacen azucarillo y lo que menos apremia es leer tratados de historia.