Si en el siglo XIX, las primeras imágenes fotográficas de mujeres desnudas que provocaron escándalo retrataban a mujeres en plenitud de sus carnes, la francesa Isabelle Caro ha roto el cerco del silencio mediático. Una de las imágenes es más bien de composición simple o conocida por todos: una chica desnuda en sugerente pose, oculta sus senos y pubis al ojo, pero revela desde los hombros, pasa por las nalgas y termina con las piernas. Su rostro es parte esencial porque muestra lo que dicen los críticos de arte, que si el cuerpo humano es un poema o un monumento, el pudor no tendía razón para esconder la cara. Pero otra de las imágenes, más atrevidas, muestran a una Isabelle de frente —de todas formas oculta el pubis— y permite que el espectador pueda ver sus senos.
Ella es francesa, tiene veintisiete años, mide un metro con sesenta y cinco centímetros. Si la mujer acostumbrada a la publicidad que vende “moda” y el hombre que se deleita con las modelos no han visto la imagen y lee esto, podría jurar que eso no tiene nada del otro mundo. Quizá el dato imprescindible y la razón que ha dado la vuelta a los sistemas informativos del planeta, es que la francesita es anoréxica, o para ser más claro aún: sólo pesa unos treinta y un kilogramos.
En la fotografía que la presenta de frente, los senos de la Caro son apenas dos uvas marchitas, pellejos que están de menos donde los huesos están de más. Y es que los europeos serán todo lo civilizados que se quiera —bueno, es la leyenda que de ellos se vende en América— pero cuando uno de sus artistas provoca de esa forma, hasta las alas más liberales ponen el grito en el cielo. La fotografía de esta chica promociona a una marca de moda, la italiana Nolita; pero la mirada del fotógrafo Oliverio Toscani ahora pugna por convertir la realidad, lo evidente, en arte.
No está nada mal, sobre todo en un periodo de ajustes que jura y compite por un “sentido común” impuesto a través de la globalización. Si las corrientes artísticas que iban a la punta nos fueron desmenuzando la realidad hasta convertirla apenas en trazos de algo que sugería la esencia de lo representado, la vuelta a los moldes o a los originales no causa menos que horror. ¿Horror porque vemos en lo que terminaron las tetas de una modelo profesional? ¿Pánico ante la posibilidad de que esa imagen dantesca —si escribiera “goyesca”, las figuras tendrían que ser un poco más regordetas— llegue a transfigurarse en un reflejo de las jóvenes modernas? Un periódico colombiano reportó el suceso como: la imagen de una chica que se parece más a una sobreviviente a los campos de Auschwitz. Pero si nos detenemos a pensar en aquellos desafortunados, ninguno alcanzó la categoría de cadáver viviente por gusto propio.
Paradojas del buen vivir. La situación que expone Toscani, la de Isabelle Caro, nos remite a un primer mundo que supone riqueza que se traduce en abundancia. Si el color de la piel de la chica de la foto fuera otro, el desinterés o la obviedad serían la carta fuerte. ¿Cimbró la opinión pública de la gente de bien porque se trata de una europea y no de una africana o latinoamericana?