martes, octubre 02, 2007

Célebre crónica de una lectura a medias


Jueves. 19:30 horas.

Me confirman una entrevista con un escritor a quien nunca había leído y el menor gesto que puede hacer un reportero es ingresar al buscador de google, escribir (con minúsculas, quede bien claro) el nombre del aludido y aguardar unos cuatro segundos a que la red de redes, ese pulpo de kilométricos tentáculos, vomite o espete su malignidad frente al incauto vidente, quien piensa que los dos millones y medio de referencias tratan específicamente del nombre que se ha escrito en la barra del buscador.

El reportero un poco más experimentado sabe que los nombres se escriben entrecomillados (por ejemplo: “paco ignacio taibo”). Entonces la red ya no le vomitará la ingente cantidad de desperdicios como si de tsunami se tratara, será un poco más benévola y precisa. Como adelantado a las catástrofes, ese reportero ya sabe que en el caso de las búsquedas entrecomilladas (y sin emplear tildes, o acentos), las primeras veinte referencias son las válidas y ahora sí, quien no aparece en la red, de plano, carece de acta de nacimiento en este planeta reducido a la expectativa mental de la globalización. Como si todo lo que no estuviese consignado a la red fuera una mierda, pero conforme pasan los años, tal parece que lo que está fuera de los barrotes que suponen las “www” es más puro, menos ficticio.

Bueno, el tercer caso debe tratar al reportero extraño, el que atina en que le quedan unas veintinueve horas para entrevistar al escritor y que a veinte minutos de su trabajo, en un centro comercial, se vende la última novela que el tipo ha publicado. Ve su reloj de pulso, sopesa el contenido de su cartera y advierte que si los editores saben de los sueldos de los reporteros, el libro no tasará una cantidad que implique sacrificios. Ese quijote toma rumbo al centro comercial, entra a la tienda cuyo logotipo es un búho y sin permitir que su mirada cruce frente a opciones más redituables al ocio, como la tabaquería o las revistas para adultos, pregunta al empleado por el título. “Sí señor, aquí lo tenemos, ¿quiere llevar un ejemplar?”

Me sucedió el tercer caso. Llevé a casa el libro, seguro de que veintinueve horas eran suficientes para leer una novela que prometía desde acción hasta fragmentos conmovedores. Total, trescientas setenta y ocho páginas en menos de ocho horas, eran terreno conocido en los años de estudiante.

Viernes. 18:40 horas.
El reportero, al fin resignado al sentimiento del tercer mundo (y quinto patio) nota que apenas ha llegado a la página 82. La entrevista será en dos horas y media. Ha comenzado tarde, sin gafas de lectura y en el peor de los sitios, recostado en un sofá. Pero al fin tras la beatitud del oficio, decide comenzar la entrevista y declarar al escritor que sólo va en tal página y que si le pregunta sobre la novela, únicamente podrá referirse al arranque de la misma. Sí, es una salida honrosa.

Viernes 22:10 horas.
Terminó la entrevista. El escritor no se molestó (quizá no todos sus entrevistadores le habían enseñado, “in situ”, que habían adquirido su novela) y se encargó de escribir una dedicatoria amable, que no suena a diplomacia. El reportero se larga a su casa y masculla un juramento: “en cuanto llegue, me pondré a leer”. Posterga la tarea para la tarde del sábado.

Sábado 23:58 horas.
La novela promete, aunque él ha comenzado apenas una hora atrás. Su índice, previamente remojado con saliva, pasa de la página 127 a la 128. Un oscuro personaje está a punto de ser chantajeado mientras el ambiente de la habitación se acomoda con la 5ta sinfonía de Mahler. Claro, piensa el lector (que a esas horas jamás ha sido reportero), tienen que madrearlo y sacarle, de menos, medio millón de dólares. Y cuando sus ojos obligan a brincar la vista a la página siguiente, otra vez, página 97. Es una broma, sí. No. Sí. Pues un error de imprenta, “se les pasó todo un folio y en tu librito debes aceptar que de la 129 a la 166, nomás no existe”. Puta y reputísima madre. A buscar la bolsa de plástico donde le entregaron el libro recién comprado. Allí debe estar el vale de compra. Nada.

Lunes 16:40 horas.
El reportero no es reportero en ese momento. Más bien es un lector frustrado que se encamina a la tienda del búho, con su libro subrayado hasta la página 128, con un sello personal en la parte inferior y la primera página dedicada. Pero sin vale de compra.

Durante el trayecto, ha pensado en todas las posibilidades para abordar al empleado (debe ser el mismo que le vendió el libro la noche del jueves), desde poner la cara de imbécil, pero la número cinco y el “¿Qué cree?”, hasta el gesto de afectado por diarrea y el mexicanísimo: “Disculpe usted, joven”.

Quince minutos después, el reportero, ya debe serlo, sale con un ejemplar nuevo y la hoja de la dedicatoria cortada por Edgar, el que le vendió el libro y recibió la orden del gerente: “Sí, puedes cambiarlo y que se lleve su dedicatoria”. El lector que será a la noche piensa: sucede hasta con los de Alfaguara, en las mejores familias.