martes, octubre 16, 2007

Las palomas cagan a gusto… en las estatuas


La palabra “estatua” apareció en nuestro idioma allá por el siglo trece y viene, por supuesto, del latín. Podría ser un dato irrelevante porque al menos se trata de una palabra que no ha perdido el significado de inicio y por lo tanto cualquiera puede deducir que se refiere a una figura de bulto labrada a imitación del natural. La historia cívica de cualquier ciudad occidental —incluyo bajo el término no sólo a Europa sino a la cultura— no se escapa de una estatua y en la historia del arte, no hay libro que omita su existencia. El David, de Miguel Ángel, antes que monumento artístico o incluso “escultura”, es una estatua. La palabra escultura ingresa al idioma español hasta el siglo XVI.

Hay unas estatuas muy famosas y que el tiempo las ha confirmado como parte de un sitio geográfico determinado. Aunque está claro que su utilidad debe ser pensada sólo en función de un momento político e incluso económico determinados, el arte público, aunque no es lo de menos, está sujeto a las decisiones del poder. Jean Deroche en su ensayo Las artes del espacio apunta que: “el arte es un fenómeno complejo que posee su autonomía, su ritmo histórico propio, y que desempeña su propio papel en el desarrollo de la sociedad”. A guisa de ejemplo basta con recordar el famoso “Gran caballo” o “Caballo Sforza” encargado por el principado de Milán a Leonardo Da Vinci. La posibilidad de diseñar y fundir en bronce una gran estatua ecuestre se le ofrece al genio renacentista allá por 1476, pero que comenzaría hacia 1483. Hay las peripecias comunes de la época y en 1493 por fin se fabrica el molde de arcilla, que según las crónicas medía unos siete metros de altura por siete de largo. Había dos problemas al frente: conseguir tal cantidad de bronce y asegurar el fundido y posteriormente el vaciado, que estaba proyectado de una sola pieza. Era uno de esos retos que tanto gustaban a Leonardo. Jamás se vio tal portento porque la ciudad de Milán fue invadida por los franceses y el bronce conseguido se empleó en la fabricación de cañones y municiones. Al materializarse, la voluptuosa idea del caballo terminó en artillería. La figura de arcilla se perdió. ¿El arte por el arte?

Cuando la efervescencia pasa, cuando los que ordenaron tal o cual monumento mueren y junto con ellos, los hombres y las mujeres que los rodearon, los bronces, mármoles o piedras que se ordenaron para representar una determinada loa, comienzan a ver mermado el significado original. Sólo la muerte sirve de remedio a la vanidad y a la estulticia. En las plazas públicas o en los atrios o en las avenidas quedan únicamente los mármoles, las piedras o los bronces y sólo si cumplen con el requisito de ser bellos, se convierten en orgullosos emblemas de una ciudad; lo grotesco se recuerda sólo por ese motivo y porque seguirán allí, de pie, tostándose al sol y enmoheciéndose a la lluvia.

Antes que mera “estética” hay utilidad. Recuerdo el bellísimo cuento de Oscar Wilde, titulado El príncipe feliz, sobre su pedestal de la columnita que se alzaba en la parte más alta de la ciudad. Pero en realidad se trataba de un príncipe infeliz porque desde allí podía ver la miseria que lo rodeaba… pero cuando llega la golondrina, su golondrinita, todo cambia.

¿Para qué sirve una estatua? Quizá yo me responda con una imagen bien clara. Caminaba el primer día de este otoño sobre la céntrica avenida Juárez, en la ciudad de México. A la altura del ex templo de Corpus Christi hice un alto porque justo enfrente, en la zona de La Alameda, fue donde ubicaron el hemiciclo al prócer Benito Juárez. Ahí majestuoso, petrificado en mármol de Carrara, adornado con una toga, está viendo pasar los días y las noches don Benito. La tarde se acercaba al crepúsculo y un pájaro voló hasta la augusta testa del zapoteco, abrió sus inocentes alas y de su culo emergió una masa gris que mancilló las pétreas sienes del Benemérito. “Ay don Benito, vea usted” dije yo, “tantos chingados trabajos que le costó su monumento: guerra de Reforma, invasión francesa y andar metido en su calesita negra por todo el país y todo para que me lo caguen los pájaros”. ¿Qué nos esperamos de aquellos que no merecían sus monumentos? Así es la inmortalidad.