miércoles, octubre 17, 2007

Un relato de vida prestada

Foto: Antona

El destino es una pésima jugada que disfraza la mala suerte. Pero un poco más, un poco todavía cuando hay mujeres como Nancy, quienes sienten que existen sólo dos tipos de personas: las que nacieron con estrella y las que vinieron a este valle de lágrimas, estrelladas. Bueno, pero esta manera de pensar es relativamente novedosa en la mente de una muchacha que pareciera no tener motivos para acompañarse de tales angustias. Hay que pensar en ciertos detalles: universitaria de veintidós años que no es tonta y por lo mismo sabe o adivina las dificultades próximas a enfrentar durante una primera búsqueda de trabajo. Por que, ¿a ver?, de qué le sirve una carta de pasantía con nueves y dieses de calificación si la experiencia que tiene en el ramo de la biología aplicada es nula. Conocerá de muchos libros, nombres científicos para cada ser vivo de este planeta, humedales, ecosistemas, pros y contras del cambio climático e incluso los ciclos exactos de las especies migratorias… pero la vida es aún materia pendiente en su pulcro informe como estudiante modelo.

Pero ella ya siente la infelicidad en los umbrales de su existencia todavía antes de probar suerte. Es hija de un comerciante establecido, allá en su pequeña ciudad, y llegó al puerto auspiciada por un fideicomiso familiar para estudiar Biología. Una materia rara, extraña para el lenguaje de sus padres, pero que al fin y al cabo, si era la elección de la niña, pues allá ella, tan lista será que sabrá qué hacer en el futuro. Cuatro años se pasaron volando, o con el paso del tiempo tan normal y anodino; concluyó sus cursos y durante la cena con que festejaba su graduación recibió otro espaldarazo…

—No estás sola, Nancy— le dijo su padre.

—Para eso nos tienes a nosotros— completó la madre. Y aquellos dos seres, encorvados y pálidos de tantos años tras despachar tras el mostrador la condujeron hasta un balconcito del salón de recepciones y hablaron claro: no eran ricos, pero el sacrificio bien valía la pena como para soportar, a lo máximo, otros dos años, en lo que ella encontraba trabajo y ah, lo más importante, hacía el papeleo eso para obtener el título de licienciatura.

Nancy les explicó que no era un trámite sino escribir una “tesis”. ¿Una qué?, preguntaron los padres, quienes muy honrada y honorablemente sabían nada más de pesar semillas, azúcar, limpiar el polvo de las latas de sardina en salsa de tomate, contar uno a uno los decilitros de lejía y cobrar al cliente. Bueno, una especie de libro, dijo ella. Pues si tienes que regresarte a la casa —a la rutina absoluta de la pequeña ciudad, querían decir— hablamos con el profesor Triano, el sabelotodo del pueblo y de quien se decía estaba loco de tanto leer. Aquel extravagante personaje que para ellos se había convertido en parroquiano absoluto, porque no pasaba un día en que no fuera a desayunarse la “receta de la fortaleza perpetua”: dos huevos crudos batidos a punta de cuchara, una pizca de extracto de vainilla, tres dedos de pimienta gorda y una coca-cola helada. Aquel desdeñable revoltijo que bebía casi de un sorbo, sin respirar ni decir agua va. Pero si el profesor Triano, que tanto sabía, no chistaba en ayudar a la niña, pues que venga. No sería gratuito que el desdichado mentor tuviera una salud de toro y la biblioteca más nutrida de los alrededores.

Palabras más, palabras menos, el acuerdo fue pronto y sin burocracias. Nancy seguiría hospedada, a peculio de los padres, en la vieja casona tropical del bullicioso centro histórico.