miércoles, octubre 24, 2007

Supongamos… a manera de intriga


Supongamos que un empresario dedicado a la distribución de productos farmacéuticos no se convence, en su último viaje de negocios, sobre comprar un generoso lote de antidepresivos que le ofrece aquel laboratorio danés por sólo una bicoca. Una bicoca que para él se trata, digamos, de unos diez millones de dólares y que bien distribuido el medicamento —bajo un nombre y registro mexicano— le puede arrojar ganancias de hasta un cuatrocientos por ciento y futuras inversiones. ¿Eficacia del producto? Opinemos que eso nadie lo ha preguntado, pero tampoco se ha puesto en duda… los fabricantes aseguran que está hecho con los químicos exactos y las milésimas de gramos precisas como para hacer funcionar bien a cualquier sistema neuronal, trátese de ciudadanos europeos o de los atribulados latinoamericanos.

Supongamos que el empresario es uno de esos millonarios excéntricos que viajan a cerrar negocios y que por ahorrarse los menajes de asesores financieros y otras incomodidades, prefieren llevar en su avión a seis rubias golosas y lúbricas que a unos entendidos en el cálculo de riesgos. A él qué le importan los informes si con saber de porcentajes y posibilidades es suficiente, o qué, ¿el excedente de dinero no es para equivocarse las veces que sean necesarias? El obispo de Roma, el Papa, es infalible porque reina sobre un imperio de riquezas y ganancias incalculables, si existieran los Papas jodidos nadie se creería el cuento de que son infalibles. Y este millonario, que no llega a tanto como Benedicto XVI, es un latinoamericano caprichoso y dado a las emociones fuertes, pero desde una ventana del hotel Phoenix de Copenhague, se percata que aquella sí es una ciudad donde los antidepresivos pueden venderse… pero no en su México, donde sobran las licorerías, la cocaína adulterada que venden en las calles y los cigarros de marihuana. “¿Quién chingados va a comprar pastillas anaranjadas de la felicidad, eh, mamita?”. Presumamos que pregunta a una de las rubias que lo acompañan, mientras acomoda su mano abierta sobre las nalgas de aquella chica.

Supongamos que después de la cena, privada, el inversionista cede a los caprichos de la rubia en turno y acepta que unas copas no están de menos en el Murdoch's Books & Ale. Adentro, el ambiente es más refinado a lo que acostumbra nuestro personaje, más dado a las peleas de gallos y a las exclusivas mariscadas; pero ni modo de trasladar hasta allá y con “ese frío de la chingada” a todos los amigos, los músicos, las putas, los meseros y las cajas de tequila reposado. A la tercera copa de una bebida con sabor a perfume, su vejiga le avisa que es necesario despejar el área en caso de querer probar la cuarta “mariconada esa que sabe raro”. Sospechemos que ya en el baño, se baja el cierre de un pantalón diseñado en Italia, cosido en Asia central y comprado en Nueva York. Luego viene una verdadera meada, como dios y todos los santos mandan y cuando está a punto de la necesaria sacudida, la puerta del baño se corre para dar paso a un tipo que apenas se mantiene de pie, un funcionario del Servicio Exterior Mexicano.

Supongamos que el inversionista y el alto funcionario se conocen de viejas triquiñuelas y celebran su encuentro y no les importará pagar una botella de tequila. Entonados, festivos, se tendrán que comportar como los buenos borrachos y comenzarán por hacerse confesiones mutuas, no las íntimas o las secretas sino las evidentes: motivos del viaje, penas más inmediatas y preocupaciones a flor de piel. El funcionario no tiene nada qué lamentar, está en un congreso y en tres días se regresa a Berna. Admitamos que el inversionista quiere un consejo, hay diez millones de dólares en juego y la posibilidad de ganar más, su corazonada es que no hay mercado para esas “mamadas” que le proponen. ¿Qué no? El alto funcionario le explica la situación del país, el abandono, la pobreza y la nueva manía ciudadana: la seguridad y la tranquilidad. “Véndelo como pendejadas para andar calmado, en completo relax”. Aquel, el millonario, norteño receloso, aún no está convencido, pero su amigo le proporciona un dato: “Carlos se apalabró con unos chinos que le fabrican un té mágico al que le inventaron que remedia la ansiedad y no son más que viles hojas amargas. Por si no has visto la televisión de allá, lo anuncian hasta en los programas del mediodía”.

Supongamos que el millonario paga la cuenta, agradece a su amigo y promete visitarlo en Berna, en cuanto el trato con el laboratorio danés quede cerrado. Creamos que esa noche durmió como un bendito, no hay mejor sueño que el inducido por una jugosa ganancia y el aroma de las amapolas tiernas de las rubias persistente, almizclado, entre los dedos.