lunes, noviembre 05, 2007

Alistarse para el encuentro

Foto: Antona

Ella quiere pensar, o recordar al menos, qué es un “periplo”, porque se trata de una palabra que le parece tan antigua, tan intratable. Hace unos días, ha leído en una revista un artículo donde el autor sostenía que a todas las palabras las caracteriza una fuerza emotiva, algo así como un principio de magia. Es como si por cada vez que se invoca una frase, acudieran al mismo tiempo todas las bocas que antes la han expresado. ¿Ella quiere pensar, o recordar al menos, qué es un “periplo”, porque se trata de una palabra que le parece tan antigua, tan intratable. Es como si por cada vez que se invoca una frase, acudieran al mismo tiempo todas las bocas que antes la han expresado. ¿Pero se trataba acaso del mismo “te amo” de los amantes célebres al que ella escuchara alguna vez? “Te odio”. ¿Qué le decían, por ejemplo, las gotas de agua caliente que mojaban su cuerpo desnudo? Qué suave es la lechosa película blanca que los goterones humeantes comienzan a lamer del cuerpo de Ella y qué delicada es la fragancia impregnada y cuando la última señal de una espuma impertinente se pierde de vista, la mano de aquella mujer atribulada gira el glifo que cesa la lluvia creada por la regadera. Son las tres de la tarde con cuarenta y dos minutos. En el puerto hace un calor infernal y apenas la toalla ha secado las carnes de ese cuerpo aún firme, cuando una gota de sudor inicia un periplo desde la nuca hasta la aureola del erecto pezón izquierdo, donde adentro, pero muy cerca, late el corazón con una rapidez anormal... Periplo fue lo que el sudor hizo tras navegar por el cuello y surcar la redondez del seno. Con esa ruta de agua salina quedó el pensamiento marcado por el rumbo de lo sensitivo. Después otro glóbulo iría directo a circunnavegar por el ombligo para luego entrar en las raíces de los manglares que como un milagro de la selva crecían en su pubis. ¿Era momento de interpretar las señales o darse prisa? A Ella le aguarda una cita.

Y los minutos vuelan, como si estuvieran poseídos. El conjunto de lino crudo, cortado estilo sastre, hace las pericias de marcar sus curvas donde es necesario y abomba sus formas a manera de ocultar lo que sólo la mirada de un amante discreto puede apreciar. Las zapatillas de bien peinado ante quedan a la perfección y mientras las delicadas cerdas de la brocha de maquillaje adhieren polvos terracotas a sus mejillas, Ella piensa en los accesorios. Debe ser algo discreto y que no llame la atención. Quizá el collar de las falsas perlas, tres para ser exactos, que penden de un hilo transparente y unos aretes de filigrana de plata sean los indicados. No quiere anillos en sus dedos, los nervios le ganan y puede mirarse ridícula jugando con aquellos aros mientras espera a su cita. Además, si sus cálculos son correctos, ha adelgazado algunos kilos, pues la cintura del pantalón le queda holgada; pero no hay tiempo que invertir en la báscula del baño; pues si se atuviera a la medida de sus senos la decepción sería la misma, con esas “chichitas de bailarina” no llegaría muy lejos si se pusiera en papel de mujer extravagante.

Pero la secadora de pelo, esa maldita secadora. Los nervios le han hecho pasar un olvido que ahora es desagradable: tendrá que ser muy cuidadosa, en extremo, para airear su cabellera húmeda y así vigilar hasta el mínimo detalle que invirtió en arreglar su rostro pálido de por sí. Quizá con poner a funcionar el aparato en potencia media y cambiar el peine de abiertísimos dientes por sus dedos largos y delgados, baste y sobre. Un ruido ventajoso reverbera en su habitación, es el “prrrrrrrrrrrrrr” de la pistola de aire y cuando los primeros mechones se deshacen para dar paso a las hebras de cabello teñido, Ella recuerda que bien pronto hará los quince días en que visitó el salón de belleza. “Salón de las torturas” le llama, porque está segura que ningún hombre, por más delicado y atento, se fijará nunca en los sufrimientos por los que pasa una mujer con tal de verse hermosa, o atractiva: olor penetrante del amoniaco, chismorreos inútiles si es que alguno es útil, revistas superfluas que relatan los fines de semana de la aristocracia nacional y la realeza europea, puntas de tijeras afiladas que rebanan de tajo las cutículas y el ambiente enrarecido por bocanadas de humo de cigarrillo y mal café, que de tan malo es gratis para las clientas. En fin, siempre ha creído que para una mujer sensata, visitar el salón de belleza es un equivalente a la revisión semestral del dentista, o la del ginecólogo. Y por si fuera poco ella, antes de los treinta y cinco años, podía considerarse sólo una chica de agua y jabón. Pero en su caso y por obvias razones, con su perfume siempre eterno que daba una ligera y añorada nota de jazmín. ¿Acaso en el mundo o las narices de los maestros perfumeros de la bucólica y costosísima ciudad francesa de Grasse, había algo más aparte de las fragancias que en la vieja Europa firmara la exquisita italiana Nina Ricci?

Ella sabe que no es momento para filosofar. Son las cuatro y tres minutos. Su cita es a las cinco de la tarde.