jueves, noviembre 01, 2007

Sin puente y el tal Javier es una calavera


Día hábil, que de todas formas, gracias al decreto verbal del gobernador Fidel Herrera los niñas y las niñas de Veracruz en edad de estudiar y merecer no pueden faltar a la escuela. Adiós al puente del famoso “día de muertos” y a calentar los nalgatorios de las sillas, pero de todas maneras las fiestas ya estaban planeadas y esas no se posponen. Bueno, si es que a “fiesta” se le llama encargar un ciento de tamales, preparar chocolate caliente para remojar el pan de huevo, “pan de muerto” y no “Pan de huevo de muerto”, como lo promocionaba un cartel a las afueras de un expendio. Aunque las reuniones donde se consumen los tamales y se bebe el chocolate caliente son más orientadas a lo mexicano, pues también habrá las reuniones a la gringa, donde lo que importa es el disfraz con que el invitado asiste y lo de menos es la comida… un jalogüin como la moda exige y nada de calaveritas de azúcar o dulces de jamoncillo, que esas golosinas tienen por lo menos doscientas calorías cada una.

¿Qué tienen de malo las tamaladas? Pues sí, deben tener un punto débil para comenzar a perder el dominio que ejercían sobre los desastrosos jalogüines. Y es probable que se trate de mera lógica. Si llegan a organizarse en los lugares de trabajo, pues ya se sabe que los más gordos son los que se acaparan el reparto de los tamales, el servicio de escanciar las bebidas y el sacrosanto derecho a meter la mano en la cesta del pan. Si la comida es apetecible, esta raza de bien organizadas “hormigas arrieras” se las apañará para malversar un pan de aquí y un tamal de allá; pero si los sabores no provocan la lisonja al cocinero entonces los que se convierten en anfitriones sólo porque fueron de ofrecidos, no se cansarán en repartir los falsos manjares sobre todo, a las flacas con rostro de candidatas a presidir las futuras asociaciones de Anoréxicas. El caso es que las tamaladas de oficina suelen terminar mal, sobre todo cuando a los comensales se les ha pedido colaboración.

Las tamaladas caseras son más afables, pero la rebatinga es obvia. Allí son las tías gordas las encargadas de repartir la comida y el botín, las que hacen los envoltorios para terminada la fiesta y por supuesto las críticas. Pero al fin tamaladas, se convive y se cogen las tijeras que son capaces de cortar vidas, pero con el cariño que sólo emana la familia.

Los jalogüines son en cambio más prácticos, probablemente porque son más insípidos: no hay comida, bebidas calientes ni tías gordas o compañeras de trabajo que se apropian de la olla de los tamales. Basta con ponerse un trapo, o una venda y convertirse en el muerto viviente o la momia terrible. Si lo hacen los niños de cuatro o cinco, como Javier… un adulto no tiene mayores problemas.

Javier se llama el niño que por la mañana de ayer discutía con su madre porque él iba muy guapo o así lo pensaba él, iba al Jardín de Niños, con un traje negro y una máscara de plástico que por razones obvias —más de presunción que por líos de personalidad— no se quería quitar y eso que el calorcillo de las ocho y tantos de la mañana ya era un poco incómodo. “Javier, quítate la máscara y llegando al Jardín te la pongo”, pero a Javier las órdenes de la madre no parecían llegarle a los oídos. “Que hay mucha gente esperando el camión y no quiero pegarte” y Javier, un cabrón bien hecho, sólo alzaba sus manos y emitía un gruñido: “Grrrrrrrrrrrrrrrrrr”. La madre, ya colmada de los conatos de susto que le quería dar su hijo, aprovechó que de momento pasaba un taxi, hizo la seña de alto y de un tirón el pobre cuerpo de Javier, que era muy delgadito, fue a dar adentro. Yo dije: “Los monstruos no son tan fuertes pero este se va a divertir en su jalogüin”.