Los cenáculos de la academia son de por sí detestables. Las reuniones de profesores de Lengua y literatura que se congregan para analizar los problemas a los que se enfrentan en el aula son igual de estériles que planear la reforma educativa a fondo. Ya se sabe que antes de sentarse a “imaginar” lo posible de mejorar la enseñanza, las mejores intenciones se quedan muy cortas cuando antes hay que enfrentarse a las plantas carnívoras que suponen desde los sindicatos hasta las propias instituciones oficiales. El problema no es solamente encarar la inercia que presume el sistema sino advertir que cada grupo de jóvenes, que cada generación, representa tanto una historia como un reto diferente a los que, obvio, el profesor debe encarar junto con los alumnos para lograr así el tan anhelado hecho educativo.
Lo anterior puede leerse como apocalíptico si nada más quedamos en el planteamiento de que todo está mal y que no se puede ir para adelante. Quizá el reto de la enseñanza de
En el tristemente extinto Instituto Literario de Veracruz, al menos bajo la dirección de Rafael Antúnez, la nómina de profesores jamás aceptamos que se tratara de una “escuela para escritores”. Habernos colocado tal etiqueta habría sido un timo para el alumnado que asistía y pagaba sus colegiaturas. Aquello era más bien una academia donde unos profesionales de la escritura —creativa, periodística o de investigación— dábamos algunas guías o mapas que evitarían las vueltas innecesarias en el proceso de la escritura, sólo eso. Pese a todo el problema también era único: los asistentes no tenían un conocimiento previo o una hechura literaria. A pesar que Rafael Antúnez fue puntilloso en seleccionar al profesorado, los resultados no fueron boyantes; aunque el entonces director marcaba un mínimo para impartir cátedra: haber publicado al menos un libro en los últimos cinco años. Un nueve de noviembre del año 2005, cuando recibí la invitación para dictar el curso “Periodismo y literatura” y meses después “Cine y literatura” y luego “Ensayo”, pregunté al director sobre el plan de estudios. Me dijo que era libre.
No está mal. Yo soy hasta diciembre profesor titular del taller de Creación Literaria en el Colegio Preparatorio y los planes que idean los haraganes de escritorio no sirven para aplicarlos en el aula. Desde 1992 no hago caso a los cuadernillos tontos que no dicen más que: “Haga que el alumno escriba”. ¿Escribir sin leer? ¿Y de qué carajo? ¿Que escriban del aire? ¿Qué cuenten cómo se tiraron un pedo en mitad de la madrugada? ¿Qué ignoren que antes de nacer les respalda toda una cultura? ¿Qué narren su propia soledad? ¿Qué no sepan que antes de sus ideas estaba Platón? Escribía Sabines: “yo no sé de cierto” pero lo que sí sé es que mis estimados pupilos comienzan a leer y saben que un libro cuesta y en los últimos dos años, casi, asisten a mis clases.
El futuro para la formación de nuevos lectores es algo como la rifa del tigre, mientras todos sigamos a tontas y a locas.