lunes, noviembre 12, 2007

La vejez de don Porfirio

(La “bola” y el XX. 1/15)

El oaxaqueño Porfirio Díaz Mori alimenta el retrato del villano predilecto en los libros de Historia que aún se distribuyen entre los estudiantes de educación básica en México. Títulos como el “dictador”, el “abusador”, el “vende país” o el “intolerante” son pocos al lado de los adjetivos que ha recibido su persona, más que su prolongada gestión como presidente de México. Ocurre en las cuestiones de idear la construcción del panteón que alberga a los héroes y a los villanos de la patria: los trabajos y los días de los que fueron vivos son apenas un esbozo ante sus errores, de los que la mitología institucionalizada tiene que aprovechar madera suficiente para alimentar la hoguera. Pero es al transcurso de las décadas que la figura de Porfirio Díaz ya no es del todo la de aquel gran tirano, sino que comparte o divide opiniones y hay quienes se pasan al bando contrario y hacen lo posible porque se le mire como al primer gestor de la modernización de un país que apenas, en el último tercio del siglo XIX había logrado su carácter como Estado Nacional.

¿Espantarnos de la dictadura de Porfirio Díaz cuando en realidad no es, posiblemente, más que la continuación de una tradición mexicana? Los libros de Historia “oficial” y el juicio popular achacan que la vileza está de parte de quien se aproximaba a los ochenta años cuando estalla uno de los movimientos significativos para la historia nacional del siglo XX: la revolución de 1910. Se nos ha recalcado que por la bajeza con que Díaz actuó frente al pueblo de México y el servilismo con el que se comportó ante las potencias extranjeras, el país fue un caldo que propició el cultivo de un descontento en todos los sectores sociales. Lo que subyace es que la transición no se logró, que el viejo dictador no pudo controlar la crisis política generada a partir de la famosa entrevista que concediera al reportero del Pearson´s Magazine, a inicios de 1908. Las declaraciones que hizo un Porfirio con setenta y siete años a cuestas dieron la vuelta no sólo al mundo, sino que incubaron en la mentalidad de la burguesía mexicana la posibilidad de un cambio no de régimen, sino de gobernante.

La entrevista que hizo James Creelman al entonces presidente fue reproducida por El Imparcial, hacia marzo de 1908. Una de las declaraciones de Díaz permite medir el impacto que causó entre los lectores nacionales: “Es un error suponer que el futuro de la democracia en México ha peligrado por la larga continuidad en el cargo de un presidente”. Es cierto que el mismo personaje ha escalado su presencia pública por la vía de las contradicciones, pero también es verdad que cuando ocupó por primera vez la presidencia, se trataba del último héroe que había combatido en contra de la intervención francesa; el mismo general, cuando se pronunció en contra del gobierno de Benito Juárez, mediante el Plan de la Noria, esgrimía más o menos: que nadie se imponga ni se perpetúe en el poder y está será la última revolución.

Para los contemporáneos del presidente Porfirio Díaz, el país experimentaba lo que se conocía como la “paz porfiriana” (más o menos 30 años de estabilidad social que se iba reflejando poco a poco en la económica), mano dura en la cuestión administrativa y la escasez de la política y en las altas cumbres sólo dos bandos: los científicos y los militares. Esa vorágine de prudencia, doble moral, espíritu afrancesado y un clasismo quizá menos inflexible que el impuesto por lo españoles durante la Colonia, todo eso convivía bajo el lema que se fue configurando como el ideal del régimen: orden, paz y progreso.

Las condiciones de los obreros (una minoría) y de los campesinos (una mayoría) no fueron los verdaderos detonantes del movimiento armado de 1910. Al finalizar la primera década del siglo XX la población del país se estima en poco más de quince millones de habitantes, de la que un tercio es económicamente activa o se considera empleada. Pero la revolución no tiene obreros y los campesinos pertenecen a cuatro realidades de las que difícilmente podrían llegar a un acuerdo. El movimiento armado surge de una crisis que provoca, antes que todo, la destrucción de la estabilidad política, esto generará la crisis económica, va a replantear lealtades y posteriormente surge la guerra civil. Porfirio Díaz era un hombre viejo que jamás intuyó que su terquedad desataría un espacio propicio para revivir añejos agravios económicos y sociales.