miércoles, diciembre 19, 2007

Aguinaldos… ah chingá

Foto: Isa


Los que crecimos frente a la televisión de los años ochenta del siglo que se nos fue recordamos la cantaleta decembrina que repetía: “Abe, Abe, Abelardo: ya no gastes tu aguinaldo”. Veintitantos años después ya los medios de comunicación electrónicos ni siquiera recuerdan aquello y contratados y captados por las campañas publicitarias se encargan de bombardear al ciudadano de a pie con el gancho de que todo, todo el dinero, debe quemarse como la pólvora de los juegos pirotécnicos: rápido, de buen modo y a manera de dejarnos contentos.

¿Y no se trata, en el fondo y la superficie, de convencernos que la canción va sólo por un dulce espejismo? Dulce porque nos hace pensar en que “sí podemos” adquirir hasta las baratijas menos indispensables, espejismo porque sólo tarda unos cuantos días. A fin de cuentas es una embriaguez subida y súbita pero con resacas de aquellas que nos provocan exclamar: “Ay, Dios mío, si con la borrachera te ofendo, con la cruda nos ponemos a mano”. Pero es obvio que jamás vamos a exclamar: “No lo vuelvo a hacer”. Porque en el fondo se trata de un reparto monetario que nos han inoculado como justo y que conforme suceden los últimos meses del año, pues lo añoramos con mayor pasión. De buenas a primeras la palabreja aguinaldo se transforma en la tabla de náufrago para saldar y salvarnos de la mote de deudores, para reparar en los gastos que provocan los desperfectos del lugar en que vivimos —o al que sólo vamos a dormir— y al fin de la historia sólo confirmamos el viejo resabio que lucía en boca de los abuelos: el que quiera comer pescado, pues que se moje el culo.

Y con los culos tersos por el polvo de talco o granulados por los barros que nos invaden como las obviedades de la edad, el aguinaldo sirve tan sólo para el breve derroche. Y aquí viene la piedra en el zapato, que el “aguinaldo” no tiene otra visible utilidad más que como para hacer sentir a quienes lo recibimos como un mero ciudadano del primer mundo, pero sólo durante unas cuantas horas, que no sobrepasan las ciento veinte.

El caso de quien escribe es más práctico. Una generosa parte de su aguinaldo fue a parar a la contabilidad de una tienda de artículos chocantes y necesarios para quienes padecemos el dictamen médico de padecer miopía, hipermetropía y astigmatismo. ¿No era más sencillo declararse un poquitín cegato y recibir las dádivas de un sistema de salud que permita ver como se supone que Dios manda? Pero cuando la dependienta de la óptica me convence de adquirir esas armazones que me vendrán a tiro de piedra y con pesar de no llevar más libros a casa estoy a punto de arruinar la dádiva que me han permitido mis patrones, ella dice: “Si usa tarjeta de crédito, tenemos un plan que le va a financiar sus ‘lentes’ con pagos a doce meses sin intereses”. ¿Y qué hago? Firmo yo tan incrédulo que me creía de estar firme hasta la última de las pocas convicciones rojillas que me quedan y que tras la autorización bancaria ya no es firmeza roja sino apenas rosada.

¿Y cuántas historias nos faltan por ver?