lunes, diciembre 17, 2007

Oprime la panza y dice “Te amo”

Pensemos en una ciudad de mediano pelo a una sobrepoblada. Ubiquemos a los habitantes que acostumbran visitar los sitios agradables, donde la decoración provoca que se crea en la Navidad. Luego habrá que pensar en una cifra. Mil setecientos pesos puede ser una cantidad nada despreciable en el bolsillo de un adolescente, como el excedente de los aguinaldos o como los puntos con que los sistemas bancarios dicen premiar a sus agobiados deudores. ¿Para qué sirven mil setecientos pesos en una época como ésta? Eso apenas son unas pocas cajas de licor de las decenas o cientos de las que se consumen en las comelitonas de fin de año, son algunos manjares cárnicos de la cena de Nochebuena, es la cuarta parte de una chaqueta de piel o puede convertirse en unos cuantos obsequios para arrancar la sonrisa a los demás. Una bicoca, dirán los acostumbrados a ganar bien y a gastarse los dineros del pueblo en sus viajes de representación, o ¿cuánto le gusta que cueste la sentada de cinco diputados federales en algún restaurante?

Ya se sabe, las épocas decembrinas traen su carga de malicia económica y de nostalgia. Lo que sobra del derroche se invierte en obras pías o se le da, convertido en monedas, a los pequeños que piden limosna o que cuidan autos en los estacionamientos de los centros comerciales. Quizá uno de aquellos niños, que parecen como salidos de un cuento de Charles Dickens, logre llegar a fin de mes a la cifra de los mil setecientos pesos y claro, sus tragos amargos le ha costado, porque no todos los derrochadores son dadivosos y no siempre el clima es propicio como para motivar a la caridad. Piense en los chiquillos que visten sólo una camiseta raída y que hacen el gesto número cien y con una voz lastimera entonan un desgarrador: “¿Señor, no me da usted mi aguinaldo?” y si el señor, la señora o la señorita vienen cargados —cual mulas de arriero vendedor de loza— con bolsas que protegen a la ropa nueva, las zapatillas o los perfumes, pues algo sobrará en los bolsillos y de poco a poco las monedas contantes y sonantes se convertirán en los mil setecientos pesos.

Mientras se festeje el nacimiento de Jesús con esos tintes de moralina, pues habrá Navidades agraciadas y desgraciadas al mismo tiempo, según le toque a cada uno su lugar en el carrusel de la vida. Pero este asunto se restringe sólo al mundo cristiano, que no es ombligo del universo sino apenas una tercera parte de la población mundial. ¿Qué los asiáticos, los musulmanes y los hindúes no ponen arbolitos de Navidad y cantan al ritmo del atiborrado cuerpo de papá Noel? Pues que no, que las Navidades son un buen negocio sólo para aquellos sojuzgados en ciertas partes del mundo.

Por eso a las trabajadoras de las empresas chinas que se dedican a confeccionar los peluches que consume el mundo occidental, esto del niño Jesús, los caramelos de menta con forma de bastones y las campanillas, pues les tienen sin cuidado. Ellas sólo conocen de ser rápidas, como la joven Wen Xiqi, quien tiene veinticuatro años y vive-trabaja en una fábrica que está apurada en surtir un pedido, el que se venderá en la época de san Valentín. Wen Xiqi trabaja con prisa, sus manos son lo suficientemente hábiles para coser ciento veinte osos de peluche por hora, durante su jornada laboral que va de las 10 a las 15 horas y gana por mes sólo un aproximado a los mil setecientos pesos. A ella qué le interesa si del otro lado del mundo se echa la casa por la ventana o hay familias dignas de un cuento de Dickens o si el veinticinco de diciembre nos vamos a besar. Ella no se interesa por esas cosas sólo por dos razones, la primera es que no habla español y jamás comprenderá el “Te amo” que sale de la panza de los osos de peluche que rellena. La segunda, porque nadie le ha predicado la verdad verdadera del Salvador del Mundo y entonces no comprende muy bien eso de los festejos decembrinos, sólo tiene en mente llegar a fin de mes con su marca incólume: coser mil doscientos peluches al día.