Foto: Graciela Barrera
Los correctores de estilo que —a veces- se afanan en las salas de redacción de los medios en que he laborado, pareciera que tienen un acuerdo implícito para referirse a la sección de cultura (y su contenido, es obvio) con un apodo que genera risas pero que a la vez refiere una visión en conjunto. Le llaman “Tortura.” Y no es porque la relacionen con una torta, su acidez verbal es clara: tiene que ver con el tormento. ¿Es un sacrificio leer y corregir quizá la parte más amable (además del resultado de los Pronósticos) que los lectores tendrán frente a sus ojos en la edición del siguiente día?
El ancla no sólo es responsabilidad de los correctores y sus términos peyorativos. Jefes de información y directivos soslayan su preocupación sobre el contenido de la sección cultural. Todos saben de antemano que las noticias allí publicadas no darán rebambaramba a menos que se trate del hurto de una obra considerada patrimonio artístico o el deceso de un santón encumbrado en el barroquísimo e intrincado altar del sector llamado Cultura.
¿A quién le interesan las noticias o textos con carácter de divulgación que se incluyen en la sección cultural de un medio de información? Hay tres entidades: protagonistas, emisores y receptores. La aseveración que indica: “si apareces, existes”, quizá tenga validez desde el punto de partida que considera que todo medio informativo tiene funciones sociales. Por tanto, lo que se publica va, obviamente, dirigido a un público. Pero en el caso de los medios (que se suponen abiertos o destinados a la población en general) habrá que indagar si todas las secciones están destinadas al grueso del consumidor y en todo caso, si el consumidor las acepta.
Las cotizaciones, precios al alza y baja de la Bolsa de valores dan cuenta del comportamiento del mercado; la página de las ofertas del día promovidas por los supermercados dan opciones al comprador inmediato. La cotización se ubica en sección financiera, la oferta cotidiana tiene cabida en las secciones general o de sociales. ¿Qué sección recibe mayor atención de parte del público? Y en el caso específico de la “cultura” pongamos sobre la mesa únicamente dos preguntas que, por su maña en el planteamiento, conducirán a respuestas evidentes. La primera, ¿es más interesante informarse sobre el deterioro de un inmueble considerado patrimonio artístico o la precaria condición en que vive una otrora celebridad de la farándula? Segunda, ¿qué monto interesa más, el incautado a un narcotraficante o el financiamiento destinado a las becas para el estímulo a la creación artística?
Las cifras no hablan, pero se interpretan. Los portales electrónicos de los medios informativos sitúan en sus páginas de inicio una valoración de las noticias más leídas. Se trata de un criterio “automático” impuesto por los lectores, no directamente de las casas editoriales. En agosto de 2008, el portal de El Universal sólo reportó como noticia “más leída” del sector cultural la muerte de dos personajes mexicanos: el dramaturgo Víctor Hugo Rascón Banda y el escritor Alejandro Aura. En los días restantes, al grueso del público, ninguna noticia del sector cultura le valió atención necesaria como para ubicarla en el sitio de las más consultadas.
La situación de la cultura en México es desalentadora, la falta de acuerdos y consensos impide que se atienda a los nuevos sectores (niños y jóvenes). La intención de protagonistas y divulgadores es viable, pero a 20 años de creado el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) el debate sigue abierto y las soluciones son tan distantes que ni siquiera existe una ley federal en materia de Cultura y adolecemos de un Ministerio o una Secretaría de Cultura; todo se nos queda en Consejo, Instituto, Dirección o adorno.
¿Hay una ley que obligue a los medios informativos a sostener una sección de cultura en sus espacios? No. Como tampoco hay intención de los medios por fomentar una especialización entre sus reporteros y de allí la falta de ampliación de las secciones, carteleras incluyentes (son casi un milagro las que ordenan las instituciones públicas a través de las inserciones pagadas), crítica y valoración artísticas, espacios destinados a fungir como escaparate de obra y una labor editorial para valorar los alcances y los retrocesos. Sin un lugar para el debate público, las actividades artísticas, recreativas y académicas serán para consumo interno o bien la caloría extra para engordar la egoteca de los creadores.
La falta de una legislación que ampare a todas las áreas consideradas como actividades o patrimonios culturales afecta al mismo ejercicio en los medios de comunicación. Por una parte, el periodismo cultural raramente se presenta como opción en las carreras que forman comunicadores, ese terreno aún es subjetivo y ¿de qué forma un solo reportero puede abarcar todas las disciplinas artísticas? O mejor dicho, ¿cómo puede ejercer una correcta divulgación o una crítica? No hay una base jurídica que fomente un punto de partida y entonces la noticia cultural queda a la zaga de los gustos o bien del mero reporte que únicamente da cuenta de inauguraciones y presentaciones.
La obvia incapacidad de ejercer críticas o evaluaciones no afecta sólo al medio y al público lector. Es un problema que va más a fondo, la incipiente crítica jamás fungirá como acicate para que los organismos públicos encargados de la administración y gestión cultural sean mostrados a la opinión pública tanto en sus aciertos como en sus fallas. En apariencia no ocurre nada porque además de la falta de preparación no hay tiempo para dar seguimiento a las notas y así poder efectuar la medición de los impactos. Las secciones de cultura no tienen una nómina generosa, como la política y por lo regular un medio contrata a una sola persona para cubrir las funciones de coordinador, reportero, fotógrafo e incluso formador de la propia sección (en el medio impreso).
Si bien la especialización en el periodismo cultural es un proyecto que se queda en las buenas intenciones, la falta de preparación no lo es todo. Los bajos salarios que perciben los empleados de los medios obligan a que un mismo reportero busque trabajo en la mayor cantidad de empresas posibles y su reporte se convierta en una base similar que varía según la función del soporte al que va dirigido: información rápida y apenas digerida que se difunde igual en prensa, radio y televisión. Si la media salarial es de cuatro mil pesos mensuales, difícilmente un periodista de cultura trabajará para un solo medio. Y si la exigencia diaria es cubrir una sección que abarca disciplinas tan variadas, es más complicado que el divulgador encuentre tiempo disponible para sopesar la información y darle un tratamiento de periodismo de fondo.
Los medios locales que más pueden abarcar los terrenos culturales lo hacen mediante la colaboración, donde la remuneración es obtener un cierto prestigio de crítico ante la comunidad de creadores y practicantes. En la mayoría de los casos los colaboradores son especialistas en su tema (cine, danza, pintura, literatura, etcétera) pero carecen de la formación que permita la correcta divulgación periodística y a veces las columnas se convierten en un diálogo de sordos. Añadamos que la falta de pago evita la aparición constante de los espacios de crítica, ¿cómo puede, un coordinador de cultura, obligar la entrega puntual y correcta del material que, de manera gratuita, le proporcionan sus colaboradores?
La cultura será una coyuntura milagrosa en los medios hasta que no se legisle y regule su verdadera función social que no es adorno o recreación sino la manifestación más sublime de lo humano.