El 10 de diciembre de 1948, la Asamblea General de Naciones Unidas, reunida en París, aprobó y proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Para entonces la adhesión al organismo era de menos de sesenta países, hoy cuenta con ciento noventa y dos y sus miembros respetan o deben respetar las declaraciones de la ONU.
De aquella jornada, ocho naciones se abstuvieron a votar, pero nadie lo hizo en contra. Las negociaciones de redactar “una carta” para coincidir garantías a la humanidad comenzaron en 1946. Un año después, al frente de la Comisión de Derechos Humanos, formada por dieciocho entendidos, orquestaba Eleanor Roosevelt, viuda de Franklin D. Roosevelt, Presidente de los Estados Unidos.
La intención de hace sesenta años era que los 30 artículos se difundieran en sitios públicos, que se tradujeran a todas las lenguas y sobre todo, que el texto se enseñara en las escuelas. Hoy, en la página electrónica de la ONU, la Declaración está disponible en 360 lenguas.
Leerlos es comprender que la redacción final se armó con un aliento de largo alcance, por una parte. También cuenta el hecho de que se tramó al final de una gran guerra y se buscaba no repetir los actos de barbarie que se habían observado.
Pero lo que respecta a México, que ingresó al organismo el 7 de noviembre de 1945, los derechos ciudadanos emanados de la propia Constitución y los derechos humanos y todas las libertades y anexas: pasan por el arco del triunfo montado por cualquiera que tenga dinero para comprarse una ampolleta de gas mostaza.
¿Para qué sirve el gas mostaza? Para cegar durante unas horas a esa señora esculpida en mármol, con los senos al aire y que sostiene una balanza. O si no, que cualquier chica que trabaja como cajera en un supermercado opine sobre el inciso tres del artículo 23 de la Declaración…
“Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria, que le asegure, así como a su familia, una existencia conforme a la dignidad humana y que será completada, en caso necesario, por cualesquiera otros medios de protección social.”
Podemos encuestar a todos los sectores de la sociedad mexicana sobre cualquiera de los artículos y tendríamos entre las manos una cantidad de historias que, si viviera, envidiaría el propio Balzac.
De aquella jornada, ocho naciones se abstuvieron a votar, pero nadie lo hizo en contra. Las negociaciones de redactar “una carta” para coincidir garantías a la humanidad comenzaron en 1946. Un año después, al frente de la Comisión de Derechos Humanos, formada por dieciocho entendidos, orquestaba Eleanor Roosevelt, viuda de Franklin D. Roosevelt, Presidente de los Estados Unidos.
La intención de hace sesenta años era que los 30 artículos se difundieran en sitios públicos, que se tradujeran a todas las lenguas y sobre todo, que el texto se enseñara en las escuelas. Hoy, en la página electrónica de la ONU, la Declaración está disponible en 360 lenguas.
Leerlos es comprender que la redacción final se armó con un aliento de largo alcance, por una parte. También cuenta el hecho de que se tramó al final de una gran guerra y se buscaba no repetir los actos de barbarie que se habían observado.
Pero lo que respecta a México, que ingresó al organismo el 7 de noviembre de 1945, los derechos ciudadanos emanados de la propia Constitución y los derechos humanos y todas las libertades y anexas: pasan por el arco del triunfo montado por cualquiera que tenga dinero para comprarse una ampolleta de gas mostaza.
¿Para qué sirve el gas mostaza? Para cegar durante unas horas a esa señora esculpida en mármol, con los senos al aire y que sostiene una balanza. O si no, que cualquier chica que trabaja como cajera en un supermercado opine sobre el inciso tres del artículo 23 de la Declaración…
“Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria, que le asegure, así como a su familia, una existencia conforme a la dignidad humana y que será completada, en caso necesario, por cualesquiera otros medios de protección social.”
Podemos encuestar a todos los sectores de la sociedad mexicana sobre cualquiera de los artículos y tendríamos entre las manos una cantidad de historias que, si viviera, envidiaría el propio Balzac.