Foto: Graciela Barrera
La iglesia católica tiene una tremenda experiencia histórica con el asunto de la muerte. Y no es precisamente por el tema del auxilio a los agonizantes sino porque se trata de una institución que en nombre de Dios alentó unas guerras y declaró otras.
Como ejecutores y partícipes de una memoria de dos milenios, los obispos trinqueteros y barrigones saben que alentar la pena de muerte en un territorio donde el cetro de la corrupción se blande en la sociedad entera, es orillarla a un sálvese-quien-pueda.
Esta iglesia católica mexicana actúa, por esta ocasión, con la congruencia esporádica que también la ha caracterizado. Si todos los obispos se llamaran y actuaran como Onésimo o Norberto, no gastaríamos el tiempo en recordar a Bartolomé de las Casas o a un Juan de Zumárraga, que dudaba de hacer crecer la mentira del aparicionismo guadalupano. El olvido también sería frecuente para las monjas que se emanciparon y de preparar dulces, fueron hacia los desamparados.
Pese a que tenemos la intención de la acidez republicana, el clero mexicano tiene la obligación de hacer a un lado sus causas deshonestas y con el aferramiento que defienden un “no al aborto” se posicionen con la negativa a la pena de muerte.
Delincuentes hay en exceso. Pero contentarse en señalar que se debe matar a los que matan, es caer en el juego, el chantaje provocado por el dolor que sienten los millonarios cuando la impunidad y la miseria también les pisó los talones. Hay enemigo común cuando el dolor es compartido. ¿Qué rico se condolió por las jovencitas asesinadas que maquilaban en Ciudad Juárez? ¿Qué señora de Las Lomas con un reloj Cartier en la muñeca fue a dar el pésame a los deudos de Aguas Blancas?
De aprobarse la atrocidad, mataremos a los que siempre pierden, porque los triunfadores beben café recién molido cuando bajan de la caminadora. Ellos no se largan al París de ensueño porque allí faltan los que no tienen otro futuro que el desamparo.