Foto: Graciela Barrera
La Navidad puede ser época de amor y paz cuando se cumple el requisito de la familia reunida y el pavo en el horno. Hay dos tipos de Nochebuena, para los dispensados de la angustia de existir y para los atribulados.
O es que, ¿existe la Navidad fuera de las escenas amorosas que incluyen chimenea y papá Noel, charolas aprovisionadas de confituras y niñito Jesús, semidesnudo y besado por todos los que hacen fila india? También el 24 de diciembre llega a los reclusorios, a las salas de hospitales donde alguien se queja por las dolencias que provoca el cáncer en su páncreas, a los asilos donde una vieja espera desde hace años la visita de sus hijos o al resultado de los análisis sanguíneos de alguien a quien se le avisará que su cuerpo alberga el VIH.
Como periodistas, tenemos la obligación pública de jalar el hilo fino que conecta a la realidad con la otra punta, donde se ató el anzuelo que guarda una carnada recién mordida. ¿Cómo deseamos radiantes fiestas a las viudas y los huérfanos que son víctimas del narcotráfico? ¿Hay manera de expresarle próspero y feliz año a quien ha perdido su empleo?
Los escritores tenemos pretextos para inventar historias que puedan infundir la calma o el desasosiego a quienes nos leen o nos escuchan. Nuestro oficio de juglares no libra que podamos ser entretenidos, amenos. Y es una discusión en la que me enfrasqué con una amiga profesionista que me permitió charlar con su pequeña hija, de cuatro años.
La madre me presentó con su pequeña. Quedé ante la criatura como: “Un señor que se dedica todo el tiempo a leer libros, que escucha música, que en su casa no hay juguetes sino papeles y que también escribe en periódicos como los que lee tu papá” y a quien le regalan dinero por hablar frente a mucha gente.
Para los adultos suena a chiste; para los niños, es música de indiferencia. Tres minutos después refiné la broma. La definición de mi amiga era muy aburrida. Un escritor, a diferencia del periodista: inventa. Hago periodismo para que me “regalen” dinero; ejerzo la literatura para granjearme lectores, que en el fondo son todos amigos. Entonces…
Ante el creciente estupor de los padres, le dije a la pequeña que me traía un negocio entre manos y que necesitaba ayuda. “Voy a abrir una granja de elefantes” expresé. En los ojos de la niña brilló la intención de quien es capaz de creer a un loco. “En mi granja habrá elefantes bebés a quienes debemos enseñar a volar. Es una tarea muy difícil porque antes de las lecciones de vuelo, los pequeños tienen que aprender a jugar fútbol, para que suelten su cuerpo. ¿Estás dispuesta a trabajar en la granja como la jefa entrenadora de elefantes?”.
Sólo faltó que firmáramos el contrato. Requeríamos a sus dos mejores amigos, para que la auxiliaran. Acordamos que Kira y Santiago eran los indicados. Sin vuelta de hoja, a la hora del café, los padres me recriminaron el engaño: “No le cuentes cuentos a mi hija. No juegues con su inocencia”.
Entonces les cuestioné sobre papá Noel. Los dos confesaron que desde su primer año, a la pequeña le hacen creer que el barrigón santa Clós entra por la chimenea y le deja regalos. El asunto quedó zanjado hasta que una tarde de domingo, mientras releía Fuenteovejuna, telefoneó mi amiga para decirme: “Si no estás muy ocupado, atiende a mi hija, que ya quiere trabajar en tu granja”.
Hablé con la pequeña y como el verso de Jaime Sabines, “yo sólo sé de cierto”, dije que los bebés elefantes viajan a bordo de un barco añoso. Que esperan en las islas Canarias a que no exista la tormenta que impide lleguen a La Habana y de allí a Veracruz, donde les hemos de recibir con todo bombo y platillo.