Foto: Rogelio Cuéllar
Durante el amanecer del pasado viernes al sábado, mientras sucedía la charla, cinco quijotescos bohemios nos retamos para demostrar quién era capaz de decir, de memoria, un poema completo de Mario Benedetti. Cuatro ganamos y el perdedor culpó al vino tinto porque, aseguraba, él tenía en la punta de la lengua cientos de versos del poeta uruguayo, pero no podía hilar una sola estrofa. Después, una de las congregadas acarició el tema de la política y no se habló más de poesía que, pese a todo, se quedó impregnada en las copas de cada uno.
El domingo por la tarde los teléfonos celulares vibraron para compartirnos una noticia: don Mario había muerto. Yo estaba con uno de los sobrevivientes de aquella jornada de vides y tras la incomodidad silenciosa con que se reciben esas noticias, rasgamos el sigilo con citas al poeta y con postales memoriosas del filme de Eliseo Subiela: El lado oscuro del corazón. Nos dimos tregua, bastaba con traer a cuento un verso de Miguel Hernández: “Cuánto penar para morirse uno”. Ya aguardaremos las crónicas del funeral y los testimonios de quienes fueron sus amigos.
Los lectores confesos de Mario Benedetti seguiremos repitiéndolo bajito o con iracundia. Bajito para sus letras de amor, con algo de coraje para sus posturas ante la barbarie de las dictaduras, como el Padrenuestro Latinoamericano. Si era un poeta “menor” para esos sectores de la crítica que no perdona la ternura o el desamparo totales, los lectores del viejo somos numerosos. Algunos le perdonamos la añoranza evocativa de la novela Andamios, pero seguiremos con el deseo o el conjuro de no vivir jamás una historia parecida a La tregua. Los que fuimos cercanos al teatro no olvidaremos tampoco la parentela que hay entre su poema Hombre preso que mira a su hijo y la pieza Pedro y el capitán.
En mi caso, Mario Benedetti fue una ventana dichosa a través de la que pude casi husmear las calles de Montevideo. Sus libros eran la primera referencia juvenil que yo tenía para con la literatura del sur del continente y a partir de él, mi encuentro con otras voces fue consolidándose al grado que durante mis años de bachiller sólo había una posibilidad de lectura: los escritores del sur. ¿Qué sabía de figurones centelleantes como Borges y Cortázar antes del poeta uruguayo? Sobre todo en una época donde la única fiabilidad para conocer el mundo eran las enciclopedias (nada baratas, pero accesibles), las bibliotecas familiares o los viajes largos, caros y difíciles para un adolescente.
Recuerdo que a finales de los ochenta conseguir libros de Benedetti era tarea complicada, al menos en una ciudad tan provinciana como Xalapa. El azar me situó en una venta de bodega de un almacén que estaba a la vuelta del edificio donde hacía el Bachillerato; libros a mitad de precio y… “perdidos” bajo un montón de novelas de Luis Spota, robé un tesoro de alguien que probablemente no llevaba dinero y había escondido siete títulos de Mario Benedetti. Yo tampoco llevaba dinero, pero los fui a ocultar en una góndola en la que nadie buscaría libros: los pañales desechables para bebé.
A las dos horas regresé con mis ahorros, rescaté “mi tesoro” y pagué en la caja. No sentía culpa. Hurté a otro lector que con toda seguridad era descuidado, porque si era ducho, sabía que alguien podía encontrarse con el apartado y si no lo pensó es que no había leído Los bandidos de Río Frío, de Payno. Me llevé a casa las letras de un poeta que durante muchos años se enquistó en mi memoria. El azar y los olvidos involuntarios suelen formar la dicha de otras personas.
Conforme crecí y continué ajustando el oficio de lector, las letras de Mario Benedetti ya no me significaban todo ni tenían respuesta a las incógnitas que se formaban en mi mente. Incluso, frente a algunos profesores vanidosos, llegué a esconder mi lealtad a Benedetti porque cuando se referían a él, lo hacían con un mohín.
Perdí la pista a las novedades del uruguayo y cuando por sortilegio de la mercadotecnia regresó a muchas bocas, la mía ya andaba sobre los versos de Cesare Pavese y Sylvia Plath… por supuesto, ya no quería ser poeta y me conformé con ser andarín de sus paisajes e incluso, de tomar un mazo para romper unos cubitos de hielo a esos iceberg que construyen para echarlos a mi vaso de guisqui, que es una muestra de sensatez de lo que debe hacer un narrador que deseó ser poeta: arder en el licor de los vivos mientras la llama se enfría con las palabras de los poetas.
Al paso de los años la comodidad de las computadores personales llegó a las casas y con ella la era de la Internet. De mis primeras búsquedas, teclear el nombre de “Mario Benedetti” fue un deporte constante, sobre todo cuando me encontré con el estupendo portal de la cervantesvirtual.com y su fonoteca. La voz del viejo amigo compañero de madrugadas juveniles tomaba forma en mis oídos: “No te quedes inmóvil al borde del camino”.
No hay amor, amigos o grupo de alumnos que en algún momento se haya librado de que les hable sobre la poesía de Mario Benedetti; el trabajo del narrador, del ensayista, del dramaturgo y del crítico se los dejo a los que mejor entienden. Yo me quedo con el poeta cursi: “No lo creo todavía/ estás llegando a mi lado”. Con el que supo retratar la vida macabra de las oficinas que habla del cielo del ahora y el de la jubilación pero que advierte: “Está prohibido llorar sobre los libros”. Con el hombre de los exilios que también espetó a los dictadores: “¿De qué se ríe, señor Ministro?”. Y el que pronosticaba que algún día, la tierra iba a parir felicidad.
Que su cuerpo descanse en paz. Que sus versos contagien a los lúcidos y también a los bohemios.