jueves, julio 16, 2009

El príncipe Juan Sandoval Íñiguez, según las "véritas" indagaciones de Sanjuana Martínez

Todo libro es ejemplar y noble aunque su contenido pueda ser canallesco. De lecturas así, algo se queda en la memoria y de pronto suena como a tambores y chirimías que uno de los libros, repito, canallesco, más vendido en México, sea el de Carlos Ahumada. En la ciudad de Xalapa, lo observé en las manos a priístas, perredistas, panistas y hasta masones, que todavía quedan. Lo curioso es que no lo portaban como quien dobla el periódico de la mañana y lo calienta en el hueco del sobaco, lo mostraban como insignia: “leo al canalla”.

Bien porque se le aprenda algo a Carlos Ahumada, porque delate o porque sea buena pluma, es un pendiente en las lecturas no imprescindibles y me parece que por oficio y por respeto a los muy pocos lectores que quedan en este país de feiboceros y de razonadores sólo a través de los oídos, le escuchen el cuento que cuenta Carlos Ahumada a todos los que estuvieron presumiendo que les sobraban los casi trescientos pesos que costaba el libro. ¿Un Sándor Márai por un Carlos Ahumada?… Es como revolver pastas de mantequilla con volovancitos de mole xiqueño.

Pero un libro sobre canallas escrito al menos por buenos investigadores, por preguntadores inteligentes que hacen del periodismo un oficio que lustra y que fija la pluma es Los intocables, que el pasado otoño Jorge Zepeda Patterson coordinó para la editorial Planeta. Son diez estampas, diez bocetos que desentrañan la vida pública de personajes canallas que han llegado a conquistar el poder en México. No son presidentes de la república, ni héroes ni émulos a Porfirio Díaz. Se trata de eso, diez “intocables” que han sabido trepar o conservar su poder sin que ninguno de sus pelos se menee al leve galope del viento.

Gracias a las investigaciones que emprendieron cada uno de los diez periodistas que escribieron, uno por cabeza, el boceto del personaje encargado, los lectores sabemos que detrás del poder también hay debilidades. Es como asistir un poco a esa carpa que promete la buena tanda de los chaneques traviesos que brincan entre las crestas del Popocatepetl y el Iztaccihuatl.

Sanjuana Martínez escribe sobre las fechorías de monseñor Juan Sandoval Íniguez. Lydia Cacho se avienta un diez con el esbozo de José Luis Soberanes. Roberto Rock se aproxima al humo del puro de Diego Fernández de Ceballos. Marco Lara Klahr esboza con sagacidad a Jorge Hank Rhon, aunque el mismo Julio Scherer ya había dado el puntillazo en su La terca memoria. Ricardo Raphael observa con determinación y paciencia a los pacientes del doctor Simi. Jenaro Villamil se aproxima los territorios de Emilio Gamboa. Rita Varela esboza el revuelo familiar de Martha Sahagún y sus martitos. Jorge Zepeda Patterson va sobre los gobernadores corruptos de cuyo tufo se corrompe la república entera. Alejandro Páez Varela nos permite acceder a un Julio César Chávez que no sólo tiene guantes de oro sino balas de coca. Y finalmente, es Mauricio Carrera quien cierra con un retrato de bordado con la vida de quien se ha enriquecido por ser la vocera de la putería de los miembros de la farándula, nos habla sobre Paty Chapoy.

Este libro, no del Ahumada, asegura un retrato, vuelvo sobre lo mismo, de lo canallesco. Y para muestra, sólo algunos subrayados. Así como dan las probaditas de la barbacoa en los mercados domingueros y pueblerinos. Sanjuana Martínez cuenta de su excelencia, el cardenal Juan Sandoval Íñiguez:
“Regordete y semblante sonrosado, la vida cotidiana de este príncipe de la Iglesia transcurre entre desayunos, comidas y cenas con personajes poderosos de todos los ámbitos. Disfruta jugando al golf con sus amigos más cercanos y como buen sibarita está acostumbrado a la buena comida y al buen vino”.

Sandoval, qué curioso, ha chambiado de obispo en: “…Guadalajara y Ciudad Juárez son ciudades donde hay fuerte presencia de narcotraficantes; en coincidencia con los periodos en que el cardenal Sandoval ocupó puestos relevantes dentro de la jerarquía católica de esos centros urbanos…”

Pero el hombre es un bombón al que sólo puede hincarle diente la curia romana. Vive en una casa lujosa ubicada en Tlaquepaque, obvio, tiene cocineras y despacha casi todos los asuntos diocesanos a la sombra de un piscina techada y ha de sentirse un poco san Francisco de Asís porque alrededor de su alberca se pasean: “…un gallo, una gallina, un changuito, tres pavorreales, cinco perros y tres pericos…”

Si con lo escaso que he transcrito, la vida de este hombre de dios no lo ha enternecido: “En Tlaquepaque se encuentra otro lugar que requiere la máxima atención del Cardenal. En el barrio de San Pedrito, la Casa Alberione, un bunker cercado, tiene fama entre los vecinos de ‘guarida de criminales’. Dirigida por el purpurado, se trata de una clínica para sacerdotes pederastas…”

Y por cortesía de la casa o como si se tratara de la caminera, va un subrayado al capítulo dedicado a Víctor González Torres, que se le encargó, como ya escribí, a Ricardo Rapahel: “… el Señor Simi… el más popular de la familia González Torres… [Víctor] ha dispuesto de su riqueza personal para hacerse tan fantástica autopromoción… Los espejos que en la televisión, la radio, o en los anuncios de calle, dispuso este hombre para mirarse y ser mirado no tienen comparación en la historia del narcisismo mexicano”.