Foto: Tatiana Parcero
Es complicado acostumbrarse a convivir con las enfermedades. Eliseo Alberto escribió hace unos meses que ha dejado de disfrutar del sabor y del color ambarino del ron bien macerado y que si desea seguir vivo, tiene que ingerir veintiuna pastillas al día, de lo contrario, el peligro es que sea breve el tiempo en que termine muerto. Hay quien engulle cantidades industriales de chocolate y se inyecta tres o cuatro líneas más de insulina, con tal de no ofender a la gula y mantener un poco boba a la diabetes. Hay quien todas las noches mide y cuenta con paciencia de alquimista las gotas del somnífero. Y hay de los que ejercen el pecado y la medicamentación aplicada como “píldora del día siguiente”.
Las costumbres enunciadas arriba nada o poco tienen que ver con la propagación de una enfermedad. Son casos ligeros o graves, pero aislados. Allí, cada paciente se cuida o se empecina con enjabonar la escalera que, de un bajón, lo pueda llevar al infierno de la crisis de la enfermedad y después a la nada… a esa nada que existe y por lo que inventamos dioses y leemos poesía, que sirve de antesala para esperar a la muerte.
Pero cuando una turba desinformada se infecta de algo, hay que mantener las cosas a raya porque entonces sobrevienen no sólo los peligros de la enfermedad sino los movimientos que sacuden a las estructuras más endebles. Allí están los libros de historia, mundial, de México e incluso los intentos de “historias locales o regionales” veracruzanas, a pesar del polvo de las bibliotecas públicas. En la historia mundial, ya se nos pasó de frente y por olvido la carnicería que provocó un virus de gripe en el primer tercio del siglo XX.
En aquella infección murieron millones de seres humanos, y en las redes de la señora muerte iban algunos escritores, compositores, pintores y otros famosos que ya se nos olvidaron porque hay románticos que prefieren “las obras a los hombres”. ¿Por qué empecinarnos a borrar el momento de la muerte? ¿En no conocer las causas? Es inevitable, sí, pero también, en ocasiones, prevenible. Pero esa mortandad brutal del primer tercio del siglo XX ya se borró del imaginario; no existe Gripe española en nuestros rescoldos mentales y entonces, por eso, no pasa nada.
Todavía hay sectores de la población veracruzana que se pitorrea de las medidas sanitarias que se tomaron en la Ciudad de México, durante la última contingencia sanitaria. Y como hongos de tiempo de aguas, surgen los valientes a quienes desde lejos, no les interesó un tapabocas o la limpieza porque todo lo explicaba un rumor: “Es por la cosa de las elecciones, Calderón nos distrae”. Yo no sé en el fondo qué se habló exactamente en el despacho presidencial de Los Pinos. Desconozco si hubo mofas porque se espantaría a la indiada terca o sonaron las alarmas porque las aguas podridas estaban a punto de llegar al borde. Pero hay documentos sobre las epidemias en México, miles de letras hechas con el rigor de los buenos historiadores que nos dicen: esto ya ha sucedido, la Chingada regresa de vez en cuando dispuesta a llevarse de un jalón a muchos de sus hijos.
Aquí muchos dijeron que era puro jarabe de pico y risotadas, pero cuando el regreso a clases se hizo efectivo y las autoridades sanitarias y educativas acordaron la activación de filtros en la entrada de las escuelas, entonces estallaron las habladurías y la indignación. Los padres cuyos hijos no fueron marcados con la “enfermedad”, respiraron tranquilos, estaban libres de cuidar hijos. Pero aquellos cuyos pequeños fueron señalados, ésos sí que montaron en cólera y de las risotadas mamaceadoras de las que hacemos gala los mexicanos, pasaron a la indignación total. ¿Qué les preocupó, el índice que temblaba para correr la cortina que mostraba a sus hijos como “apestados” o la salud de sus pequeños? Cada uno debe tener su historia y memoria reciente de tiempos de la influenza.
Hay dos formas de señalar para hacer sentir pésimo a alguien. Una de ellas hace gozar a los demás, cuando la víctima ha cometido una payasada, tontería o percance. La otra enmudece, cuando el acusado “tiene la roña”. Hay un juego infantil que quizá provenga de esa memoria que nos esconde el asunto real de las enfermedades y esa ronda se trata de jugar a que uno de los integrantes está infectado o al menos “tiene la roña”, así se gritan entre los pequeños y el roñoso debe corretear al otro para librarse de todo mal. Y como decimos los bellacos que nos contentamos con las frases hechas: “Que chingue a su madre y siga la fiesta”.
La fiesta sigue porque así nos la vivimos en los tiempos de las tienditas de porquerías comibles envueltas en plástico, de puestos taqueros, de manos mugrosas y calles sucias y banquetas convertidas en muladares porque no tenemos la cultura de la separación de la basura o el respeto a los horarios de recolección y nos contentamos con subir a transportes cochambrosos y jamás nos ofende oler el tufo de las cloacas porque así somos y vivimos entre la inmundicia y la porquería constante. Decimos que hacemos defensas contra las enfermedades, sólo para no llevarnos las manos al rostro y usarlas para disimular la vergüenza de vivir tan mal y aceptarlo.