Todos podemos entender que el partido Revolucionario Institucional es una cohesión de fuerzas políticas o bien un conjunto, más o menos ordenado, de grupos de poder. Funcionaron como un “partido” mientras existió la disciplina o la resignación que debía asentir ante las decisiones que llegaban de una jefatura máxima que significaba el dedazo o la imposición de parte del presidente de la República.
A partir del año dos mil, muerto el perro, se desataron todas las posibles rabias. El Pri, como tal, perdió al supremo jerarca o al Tlatoani cuyas directrices eran inapelables para mantener a raya el reparto o la distribución de poder en la administración pública nacional. Desde su fundación como partido Nacional Revolucionario hasta la pérdida del poder total en el 2000, las disputas que creaban zanjas eran dirimidas por el bastón de mando de quien despachaba desde la silla presidencial. Tal parecía que era válida la premisa de: el poder no se equivoca y bajo aquel entendimiento, no se discutían el reparto de secretarías de Estado, de gubernaturas, de escaños senatoriales e incluso, de embajadas.
Dos mil, del segundo semestre en adelante, fue un año de acomodos para el Revolucionario Institucional. Al perder la figura presidencial, el bastón de mando se dividió entre las fuerzas que quedaron mejor paradas o menos mal heridas. Pero nadie se atrevió a señalar que al igual que el partido de la Revolución Democrática, en el otrora “partido de Estado”, los grupos se comenzaron a transformar en tribus. Si lo anterior parece una exageración, hay que recordar que hasta principios del presente año, tres eran las fuerzas supremas donde se discutía el futuro del tricolor: su dirigencia nacional, el senado y la cámara baja. Léase: Beatriz Paredes, Manlio Fabio Beltrones y Emilio Gamboa.
Pero si el intento de triunvirato o esa divina providencia ejecutaba sus órdenes desde el centro del país, en el interior de la República otros poderes comenzaban a inflarse en sí mismos. Se trataba y son los gobernadores, que pasaron de ser “intendentes” de un territorio bien concreto, a “caciques” con un poder extralimitado, pero dentro de sus propias demarcaciones. Cual globos, ante la ausencia de un solo poder que los rigiera o los controlara, los gobernadores comenzaron a insuflarse ánimos sin importarles que el látex de sus acciones y declaraciones amenazara con estallar.
La necesidad de estrellato de los gobernadores se hizo pública a través de los medios informativos nacionales. Fueron capaces de hacer maravillas o locuras y pagar su difusión con tal de salir en tele, de declarar para la radio o ser retratados para la prensa, siempre que se tratara de medios con cobertura nacional. En los medios locales y estatales, sabemos que son los propios gobernadores quienes con su pandero, pretenden marcar el ritmo de toda la información que se maneja al interior de sus entidades.
Independientemente de que a esa promoción exagerada le sobrase o le faltara razón, un resultado se logró al interior de sus Estados: que sus paisanos los piensan con la fuerza suficiente para contender por la presidencia de la República. ¿Y por qué no si en la superficie hay una posibilidad? En el último gene añadido al imaginario popular inmediato, hay una turbulencia y una señal que puede explicar que la fuerza mediática de un gobernador lo conduzca en vuelo, sin escalas, de una gubernatura a la presidencia.
Mastico la turbulencia. Cuando el nombre de Vicente Fox tomó popularidad entre los mexicanos que acostumbran a leer medios de información, no fue al inicio de su campaña presidencial, sino durante su mandato como gobernador de Guanajuato. Para 1999, el bigotón más hablador del Bajío, se aferró de la cantaleta que lo ayudaría a ganar el proceso electoral del 2 de julio del dos mil: despotricar en contra de un poder único que en el segundo periodo de mandato presidencial ya estaba debilitado porque no tenía mayoría en la cámara baja. Un alto porcentaje de mexicanos nos reíamos de sus ocurrencias.
La señal de entonces fue un candidato que no propuso, sino que cuestionó con vocabulario del populacho a un presidente que perdía su jerarquía y que provenía de un partido que de “oficial” ya estaba resquebrajándose en grupos, organizaciones que a la postre se convertirían en tribus, aunque se nieguen a reconocerlo. Pero aquellas fueron turbulencia y señal de hace nueve años y no significa que los procesos sean susceptibles de repetirse.
En el imaginario se abona la idea de que un gobernador hablantín y mediático tiene los méritos suficientes para llegar a la presidencia. Pero no se trata de “méritos” sino de negociaciones con las fuerzas políticas que deben apuntalar el acuerdo para llegar a una candidatura no de “unidad”, más bien de intereses aplacados tras la decisión de elegir a un candidato. Por lo tanto, lo probable es que no hay Estado fallido sino vacío para conquistar el poder único. Previo de que el candidato del Pri tome el mazo para golpear al actual presidente, debe mostrar que si durante la campaña se comportará como un aguerrido Visigodo, antes de ella, debe reunir las artes de la negociación y mantener fría y rígida la sonrisa de Maquiavelo.