Foto: Graciela Barrera
En México celebramos hoy “el día del anciano” o de “la tercera edad” o de “los adultos mayores”. Faltará agenda para acudir a los desayunos, a las ruedas de prensa, a las coronaciones de los reyes de la tercera edad, a los mensajes de buena voluntad de las autoridades. En los medios de comunicación veremos reportajes especiales y testimonios de las personas más viejas que habitan en la república y según el programa, no faltarán los conductores bobalicones que expresen un: “Ay, qué bonito llegar a esa edad”.
Los sesenta años pueden ser una edad atractiva para quienes gozan de los privilegios de una jubilación que les permita un futuro con ciertos decoros, pero no lo perciben de la misma forma los que llegan sin la seguridad de un empleo y con los achaques propios de quien inicia la sexta década de vida. Mucho menos en un mundo tecnificado donde para abrirse paso, los valores de la juventud no compiten con los de la experiencia.
Festejos como los de hoy no llegan a los asilos donde se hacinan los ancianos y están faltos no sólo de cariño sino de medicamentos, porque se trata de un espejo en que no quisiéramos vernos. La sociedad bonita y tranquila soslaya esas visiones que le parecen fantasmas fuera de tiempo, de lugar y país. Y no se trata de “abuelitos” sino de personas que tienen fuerza y salud mermadas, que se horrorizan frente a cualquier receta médica y no les queda otra opción.
Muy lejos de aquellos retratos de gente vieja hay cientos de historias y desenlaces trágicos. Pero ninguno espera con dulzura el momento final como en La muerte en Venecia de Thomas Mann, donde el maduro escritor Gustav von Aschenbach percibe la belleza a través de un adolescente polaco y de allí, con esa obstinación, los lectores sólo esperamos que la incapacidad de comunicación conduzca al viejo a la locura o como sucede, a la muerte.
Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi, nos cuenta los pormenores de un viejo periodista que se encarga de preparar las necrológicas para un periódico de Lisboa. Una vida pequeña que trascurre sin grietas hasta que se encuentra con la novedad de que a pesar de su edad, el mundo gira y sus habitantes sueñan con mejores posibilidades. Ahora que hago estas líneas recuerdo que la semilla que desarrolla Tabucchi se encuentra en uno de los relatos-novela de Henry James, con su célebre El altar de los muertos y que François Truffaut vació a la versión fílmica como La habitación verde (1978).
Pero si la literatura y el cine de clase mundial nos remite a la vejez dignificada porque los personajes encuentran el momento de epifanía, esa revelación que será un gatillazo de rebelión para tomar el último respiro de sus vidas, no podemos hacer a un lado a las facturas nacionales.
La cinta mexicana Mecánica nacional (1971) nos recuerda el arribo a la edad de la indefensión justo cuando el personaje que encarna Sara García se muere con el dolor de los retortijones. La conclusión del filme no puede ser menos que un melodrama y es una muestra palpable de que el dios del celuloide es magnánimo. Toda una caravana para conducir el cuerpo sin vida hacia la ciudad de México y ¿cómo evitar la infracción del agente de tránsito? Sencillo y a la mexicana: está el fiambre de la abuelita que ya ni la culpa tiene de haberse muerto. Condolencias y solidarios todos.
Pero de madrecitas-abuelitas no está hecho el mundo como para que podamos comprenderlo de un golpe. Las bajezas a las que sometemos a la tercera edad no tienen cupo en el caleidoscopio nacional. Un anciano cubierto por andrajos no es un vagabundo, es un limosnero que despierta la caridad ajena y siempre están de sobra unas monedas. Las manos artríticas que empacan las compras de los supermercados no piden limosna, pero aguardan con paciencia el dolor de la conciencia de los compradores.
Eso no es remediar la falta de dignidad con la que los ancianos terminan sus vidas en los países pobres como el nuestro. Pero seguimos empecinados en que los ancianos son idénticos a los que escuchamos en la canción de Francisco Gabilondo Soler, Cri-Cri: “Dime abuelita”. Suponemos, por generalización mediática, que la vejez es terminar junto a un ropero para mostrar los despojos que significan recuerdos y con un Micifuz que ronrronea.
Melusina se llama la última hada de Francia que en el magistral cuento de Alphonse Daudet hace comparecer ante la corte de París. Se trata de una mujer vieja que la narración retrata como que: “Era un manojo de andrajos, rotos, remiendos, cintas, flores marchitas y plumas viejas, en medio del cual asomaba un pobre rostro ajado, curtido, arrugado, de entre cuyas arrugas surgía la malicia de dos ojillos negros, como una lagartija en la hendidura de una vieja pared.”
En nuestro México no hay una Melusina de ojillos negros ni tampoco una Sara García dicharachera, pero sí muchos adultos mayores en el abandono y como le gusta decir a la entrañable escritora María Luisa, la “China” Mendoza: una cosa es estar solo y otra abandonado.