Pintura: Diego Rivera
“Si dejas cinco minutos esta ciudad, volverán a decorarla sin ti”
“Sólo los muertos entienden la prosa del Führer”
William Kotzwinkle
El viernes al mediodía comentaba un conductor de taxi que después del colapso del puente que hermanaba vía aérea a las avenidas Murillo Vidal y Lázaro Cárdenas, el tráfico vehicular en la ciudad de Xalapa apenas se componía. Estaba contento porque faltaban tres horas para que concluyera su turno y tenía al punto su “cuenta”, los trabajos que surgieran a partir de ese momento, serían la ganancia del día. Pero cuando la charla tornó hacia los precios, dijo que ni por el doble se atrevía a llevar pasaje hacia la zona de mayores conflictos vehiculares: “Jefe, para entrar o salir de plaza Crystal me echo una hora y para salir, otra”.
Aquel semblante que era risueño, se torno hacia la preocupación cuando la charla normal entre un conductor y su conducido varió del tráfico al clima y de allí a los calendarios. Ocurre con rapidez la segunda quincena de agosto y el lunes 24, que tan lejano se veía nos toma con el notición: regreso a clases.
Fue tras mencionar el regreso a clases cuando las arrugas zurcaron la frente del conductor. La cumbia que escuchaba, a un ritmo bajito y moderado, no se trasnformó en una entretenida tocata y fuga de Bach pero las facciones de aquel hombre, así parecían lamentarlo. Del tono cordial y hasta calladito, sus horas frente al volante, el calor, los pitidos de los claxones, las mentadas de madre, el hambre y la sed, las escaramuzas con los agentes de tránsito, la incomodidad de los asientos de su auto que, no era suyo, pero le pertenecía doce horas al día... todo se mezcló como en un bebedizo digno de las brujas waldisneyras y como si lo hubiera ingerido aquel señor de buenos modos, lo transfuguró en el grinch de los niños y las niñas veracruzanos que acuden alegres de contentos a su primer día de escuela.
Un primer lamento fue contra la costumbre de ir a dejar a los hijos y las hijas a la escuela. “Mire usted, no se conforman con llevar a sus chamacos sino que entretienen al de atrás porque las señoras no pisan el acelerador hasta que no ven que los chamaquitos entran a la escuela”. Eso no fue el único vicio que criticó el que ya para entonces, me parecía un experto en el comportamiento de los conductores xalapeños en horas matutinas.
Relató de los incidentes que los padres-choferes provocan. Él dice que hay mentores que no se conforman con retrasar a los demás sino que una vez que los pequeños están a punto de entrar: “las mismas señoras les llaman de nuevo para darles dinero o para persignarlos”. Le pregunté si no había señores y me dijo que también, pero que esos son de los no se defienden con la lengua (las señoras lo resuelven con el grito de: Espérate animal o mascullan en tono audible un Pinche baboso) y de plano, ante el primer claxon o injuria, suben el volúmen de sus radios o blanden un bat de beísbol. Así que de la clasificación de los lenguaraces y cromañones narró las peripecias de los cursis.
“Sólo pasa en las escuelas muy fufurufas, si el escuincle apenas va al primer año, a veces lo lleva casi toda la familia y además de las persignadas y las lágrimas, no falta quien graba con su camarita o toma fotos con su teléfono”. Una escena digna de cualquier narración mal intencionada o poco afecta a la vida en familia. El papá no encuentra dónde meter la cabeza porque el nuevo escolar berrea más fuerte que borrego con rumbo al matadero; la mamá pide comprensión y la abuela es réferi del pleito mientras la tía gorda y solterona inmortaliza el momento para que las visitas se deleiten de cuando Jorguito o Marita o Cúcara Mácara fueron por vez primera a recibir sus primeras lecciones de educación primaria.
Lo que sí reconoció ese diletante de los comportamientos extraños de los xalapeños que llevan a sus hijos a la escuela es que al menos las autoridades ya mojonan con agentes las entradas a las escuelas de mayor afluencia. Hasta parecía que hablaría bien del alcalde cuando apuntaló su observación. “Lo más malo es que a esos cabrones no quiere nadie, mi jefe”. Bueno, es imposible lograr que el ciudadano vehicular tenga simpatía hacia un agente de tránsito o lo contemple en su agenda personal que lo mantenga al tanto el día de su cumpleaños y sorprenderlo con un obsequio.
Dijo el conductor que si los conductores no quieren a los cuicos vestido de beige es porque se ensañan según las dimensiones y el año del automóvil. Porque en cuanto ven que se acerca un “carrazo” paran el tráfico y sonríen, facilitan las operaciones cuídate-hijo-de-mis-entrañas-y-ahí-está-para-tu-torta. Pero no se comportan igual con los conductores de autos pequeños o maltrechos, que es con quienes aplican “avance-avance” o el amabilísimo “auto-verde-oríllese-a-la-orilla”.
Feliz primer día de clases.