Foto: Graciela Barrera
Cartel de José María Morelos
En 1968 México tenía una población de unos 50 millones de habitantes, el Distrito federal recibía unas 500 mil personas al año y a los jóvenes de entonces les interesaba más parecerse a lo ajeno que asumir lo propio. Como les dijo Carlos Monsiváis, eran: “la primera generación de norteamericanos nacidos en México.”
Al inicio de los sesentas, había dos novelas que centelleaban en el novedoso panorama literario de México, se trataba de Pedro Páramo, de Juan Rulfo y de La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes. El indigenismo y las secuelas de la revolución mexicana eran temas que aún dominaban el discurso de las artes nacionales. Pintura, arquitectura, música, danza y la cinematografía saben todavía al país rural y politizado.
Es justo en 1965 cuando Salvador Elizondo publica la novela Farabeuf… en la actualidad nos pacería extraña la sorpresa de los lectores de aquella época cuando Elizondo se atreve no sólo a cambiar de tema sino del estilo al que el público estaba acostumbrado. Al doctor Farabeuf le encanta sobre todo, una cosa: realizar torturas chinas.
A partir de Salvador Elizondo la novela se aleja de la historia y la política, si quería ser novedosa y fresca, la ficción mexicana tenía que distanciarse del realismo mágico rulfiano y de las obsesiones nacionalistas de Carlos Fuentes y la pléyade anterior. También en 1965, Gustavo Sáinz escribe con el lenguaje que emplean los jóvenes de la gran metrópoli, la ciudad de México. Él lo plasma en la novela Gazapo.
Para 1966 José Agustín publica De perfil. La nueva generación de escritores marca sus distancias estilísticas y sus preferencias con respecto de “la momiza”.. Margo Glantz da clases de literatura en la Universidad Nacional Autónoma de México y en su cátedra surge el nombre con el que se conocerá a la ficción mexicana que escriben los jóvenes de entonces: la Onda.
Se acaba el refinamiento, la nariz respingada de la alta cultura y como escribió Elena Poniatowska en su libro ¡Ay vida, no me mereces!: “…más que ninguna otra generación, los de la Onda… compartieron su vida con el lumpen. Parménides [García Saldaña] ni se diga, José Agustín fue a dar hasta Lecumberri, Jesús Luis Benítez se piró, Enrique Aguilar y Javier Córdoba provienen de estratos muy populares, emplean el lenguaje de las bandas, de los cementeros… todos de una manera u otra han tratado de rescatar un lenguaje coloquial popular, y todos, consciente o inconscientemente, se han dado cuenta que la extracción de ese lenguaje es lumpen, el que emplean las capas más rechazadas de la sociedad, y esto los ha llevado a romper las barreras de clase media y a sentir apego por los jodidos.”
Ahí está el caldo y el cultivo de un 1968 en los libros, en la música, en un México diferente que vería su futuro manchado con sangre… un poema de Octavio Paz lo dice casi todo, se llama México: Olimpiada de 1968… Allí la limpidez no vale la pena o si la vale, ya está manchada con sangre.
Pero los cambios a partir de 1968 fueron latentes. Mientras que se liberaban los tabús sociales, las permisividades se hacían libertinas para unos y cortas para otros. El resultado fue a que a todo movimiento le seguía su herencia política o mejor dicho, ideológica. En el cine nacional se comenzaron a exhibir experimentos, no apuestas y como ninguna película alusiva al tema de la nueva libertad dejó huella, el asunto quedó zanjado cuando a mediados de los años setentas una apuesta se arraigó en la sociedad de entonces: el cine de ficheras.
De aquella generación de 1968 vinieron después los que a la postre iban a formar la denominada “Generación X,” que son o somos los hijos de quienes ya no querían ser mexicanos sino norteamericanos nacidos fuera de los Estados Unidos. Una de las características dominantes fue la educación frente a los televisores, pero era todavía una programación que sólo era repetidora de viejos éxitos de la televisión gringa y las influencias y las modas se mostraban con un retraso de años.
Bajo ese molde televisivo que dicta las conductas fue como una gran parte de la sociedad mexicana comenzó a sufrir verdaderas transformaciones en sus conductas, no a través de la política o las medidas administrativas tomadas por los gobernantes. La literatura se restringió a una clase ilustrada o en vías de serlo, pero fue gracias a los soportes masivos de transmisión cultural como la cultura pro-norteamérica se filtró en el imaginario colectivo del mexicano promedio habitante de las ciudades medianas y grandes.
La generación “X” transformó en evidencia que la ruptura con la añeja tradición pro-Europa se quedaba atrás en cuanto se adquirían poses y posturas que tanto imitaban a los estadounidenses. Europa significaba antes, gusto por Francia, que remitía al viejo orden porfirista. Norteamérica fue glamour y soberbia, pero más cercana.