miércoles, septiembre 30, 2009

¿Quién le cree a la zorra que sus zorritos son más bonitos? El león, que se los come

A veces un problema es un juego de naipes. Entiende la jugada el que tiene posibilidad de mirar todas las cartas a la vez, pero como el chiste de un juego de azar es lo oculto, entre mayores contradicciones surjan en cada uno de los jugadores, el que tiene control absoluto es el mejor, el que domina. Aún recuerdo las viejas lecturas juveniles de las novelas policiacas en las que un personaje es un entendido en los naipes y a diferencia del novato a quien mandará a la ruina, el viejo zorro no hace caras ni gestos. Jamás se delata.

Dedicarse a la educación es un buen negocio, más rentable que tomar los hábitos en la época colonial. La famosa plaza o “clave administrativa” confiere la tranquilidad laboral durante los siguientes treinta años de existencia o hasta que la muerte alcance al que la posee. Hay prestaciones de ley y prestaciones obtenidas gracias a la exigencia o presión de las organizaciones sindicales, hay vacaciones, hay días feriados, hay suspensiones de labores, hay quincenas de regalo, hay la seguridad de cómo dicen los malos profesores: “Aprendas o no, mi cheque llega íntegro.”.

Pero esta rentable ocupación no siempre tuvo las dádivas que conocemos en la actualidad. Sirve con revisar los orígenes de cualquier institución educativa y enterarse de que al abrirlas, fueron calvarios los que sufrieron los verdaderos profesores, esos que traían la casta de enseñar a los demás. Don Antonio María de Rivera, promotor del Colegio Preparatorio de Xalapa tuvo que peregrinar por viejos caseríos de Xalapa hasta que al fin consiguió dónde se pudieran dar las clases. Don Antonio se ahorró los sueldos de sus colegas y el suyo con tal de que no desapareciera la institución.

De la época novohispana tenemos ejemplos memorables de frailes y de monjas que lucharon por mantener abiertos los centros de enseñanza. Si enseñaban las artes liberales y aquellas cosas, son cuestiones que no deben espantarnos, era lo válido y lo memorable en aquel tiempo. No había sindicatos ni alebrijes parecidos a la maestra Elba Esther y los líderes magisteriales no terminaban despachando como diputados. Era dedicación que absorbía una vida entera.

Y es que ya todos sabemos que un país con educación de calidad se refleja en la actitud de los ciudadanos. Si en México aún somos negligentes, supersticiosos, huevones y sucios no es culpa de una mala escuela sino de un sistema hecho para eso, para que las cosas no funcionen de la mejor forma. Los que más ganan son aquellos que se forman en las escuelas privilegiadas en donde no hay señales de necesidad sino meros símbolos de riqueza que permiten que el acto educativo se consiga de una manera favorecida.

El trabajo y la lucha magisterial es una pelotera constante en este país donde todavía quedan educadores que están frente a las aulas por gusto y claro, a cambio de un salario que si no llega a la dignidad que requiere el caso, al menos alcanza para cubrir los gastos más apremiantes. Y aquí no entran los mullidos funcionarios que de una firma, de un plumazo, son capaces de borrar los esfuerzos de varias generaciones. A esos desentendidos del aula les da lo mismo autorizar una cosa por otra, de todas formas, en sus escritorios, todo lo que dicen los papeles que les llegan a firma son “cosas.”

Poco saben los funcionarios que viajan en camionetas que pagan nuestros impuestos de las historias de vida de los profesores que levantaron sistemas educativos a pesar de su propio sueldo. A ellos les vale un carajo que un anciano a punto de jubilarse haya dejado su juventud en el lomo de las mulas que lo trasladaban de una comunidad a otra, total, para eso son las medallas al mérito docente: “Tenga su colgandejo maestro y muchas gracias” la foto y el que sigue.

Los que despachan en oficinas bien limpiecitas, con frigobar a un lado de su escritorio y pastillas de alka-seltzer no saben qué significado puede tener un espacio educativo que en la sierra o en la costa se han defendido a costa de los intereses de los caciquillos del lugar. Para ellos es anecdotario el esfuerzo de aquellos profesores a la vieja usanza, los que parecían húngaros, con sus mesa-bancos y pizarrones a las espaldas porque iban de un lado al otro con tal de tener un sitio dónde poder dar sus clases.

Ellos, los que usan traje diariamente, no saben de los grandes profesores de la vieja Universidad Nacional de México, que se paseaban en las calles de la ciudad de los palacios con sus trajes brillosos de tantas visitas a la misma tintorería… de los que tuvieron que vender sus bibliotecas para ganar un dinero extra que los ayudara a pagar una delicada intervención quirúrgica y que aún con todo, asistían con puntualidad a impartir su cátedra.

Las penurias de los altos funcionarios de la educación son narrar sus desventuras europeas de cuando se retrasaban las becas que gozaban y que les otorgó el gobierno mexicano para que regresaran a forjar la patria. Si los doctores que ostentan los altos cargos presentaran un examen para obtener una plaza magisterial y salieran reprobados o excluidos, ¿pensarían lo mismo que los jóvenes a quienes el futuro les depara uno noche que no se termina jamás? Y si ya no hay trabajo o vacantes para maestros, ¿por qué se llenan la boca?