viernes, octubre 02, 2009

Para rememorar la violencia desatada desde 41 años y que aún perdura

Cartel de Miguel Ángel Pimentel


Hay detalles que nunca terminan de comprenderse porque se les mira desde muy diversas posturas. De los congregados en la plaza de Las Tres Culturas un dos de octubre de 1968, unos no alcanzaron a ver la señal de la bengala y otros simplemente se quedaron para siempre con la mirada fija sobre un zapato extraviado de su pie original o en los aros de unos anteojos pisoteados o en un moretón en el brazo o en un muy agudo quejido de alguno que regresó a la posición fetal para consolarse de su propio dolor.

Dice un verso de Los heraldos negros, de César Vallejo: Hay golpes en la vida, tan fuertes… yo no sé.

Conmemoraciones y marchas, protestas, mentadas de madre a un gobierno que ya no es otra vez y que no sabe de lo sucedido porque siempre es mejor guardar los sucesos desagradables de la vida como quien se olvida de una vieja fotografía en las páginas de un libro que nadie más volverá a leer. No se olvida el dos de octubre porque es una primera reacción de un estado nuevo, totalitario y porque muchos de sus sobrevivientes son los que tienen la dicha o el rencor de firmar editoriales en los periódicos, de grabar comentarios para los noticieros televisados o de rubricar libros de muchas páginas, con fotografías de los caídos, con pesar por los victimados.

César Vallejo tiene razón… Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos/ la resaca de todo lo sufrido/ se empozara en el alma…

No todos fueron masacrados en la plaza de Tlaltelolco. No todos recibieron la furia de las porras policiales ni todos escupieron los dientes tras el bofetón de un capitán. Los que tienen micrófonos a su disposición y además trabajan como rectores, como líderes magisteriales, como catedráticos de tiempo completo, como asesores de políticos, como diputados, senadores, gobernadores, encargados de despacho o simples mafiosos sin más pretensión que la de amasar fortuna… ellos tratan de no olvidar que un orangután mandó a cortarles las alas… Están arriba, ya no son capaces de mirar los detalles, a pesar de todo.

Aquellos heraldos negros que en 1918 compuso ese joven peruano insisten en los golpes de la vida: Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras/ en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.

A partir del piso número cinco se pierde la perfecta visibilidad hacia abajo. Ya no es posible advertir el tacón que se rompió tras una carrera apresurada, el humo que se disipa con el viento frío de la madrugada puede ser de cualquier cosa que arda, desde un cigarrillo de mariguana o lo que eructa un cañón de alto calibre o un alma que termina su combustión. A partir de aquel piso ya no se advierte con seguridad lo que hay abajo, si es un perro o se trata de un bulto, si es una muchacha que dijo que iba al cine, si hay uno que pensaba ser ingeniero y por acompañar a esa muchacha que leía poemas no sabe dónde han quedado sus anteojos, su reloj, la uña de los dedos índice y anular porque los tiene molidos. A partir de asentarse en ciertos pisos, del quinto en adelante, los humanos están más lejos de la gente de a pie y las cosas no se distinguen de la misma forma.

Vallejo, ¿por qué no?... Esos golpes sangrientos son las crepitaciones/ de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Desde aquella crueldad de las alturas, muchos de los que sobrevivieron al mito y a la agonía de 1968, ya no pueden mirar con calma. Hasta sus despachos no llega la respiración de los niños que inhalan pegamento industrial o cemento, no alcanzan a escuchar el seseo y aquel ligero tronar de sus pulmones. Tampoco saben los pensamientos de las mujeres a quienes se violenta diariamente en los caminos y los pasos fronterizos de la república. Ni siquiera pueden imaginar la desesperación de un par de chiquillos de catorce años que buscan afanosos una receta, un té, una caída o un milagro para que ella no esté embarazada.

Cabalguen los heraldos que nos hizo mirar César Vallejo: Y el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como/ cuando por sobre el hombro nos llama una palmada.

Hasta los quintos pisos, donde los motores de los aires acondicionados trabajan a toda la potencia, hasta allí no llega el aroma a hierro, ese que todos hemos percibido cuando corren, seguidas, más de mil novecientas sesenta y ocho gotas de sangre… sangre derramada de los seguidores de Lucio Cabañas, sangre de los que se murieron en el torbellino de sus ideales, sangre de los que sufrieron la tortura… seca la sangre… fresco ese olor penetrante de Aguas Blancas, Acteal… libre la sangre que corre sin que nos enteremos, sin que llegue un comisionado de Derechos Humanos, sin que una villa de Fueteovejuna decida pasar el cuchillo al comendador abusivo, sin que los sobrevivientes del mito envejezcan para despachar desde el quinto piso y por um momento se detengan a pensar en ¿qué hubiera pasado si el gorila no nos hubiera cortado las alas?

Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!