Mercedes Sosa llenó los estudios y los espacios de muchos latinoamericanos que desde la primera vez que la escuchamos, quedamos embrujados de la voz dura y áspera pero del sentimiento hondo que imprimía a cada una de sus interpretaciones. Una cantante que para las nuevas generaciones parecía haber nacido idéntica a sus últimas fotografías: pómulos tucumanos, mirada suave y pequeña que se hundía en su corpulencia pero, sobre todo, que se perdía en su humanidad.
A la Negra, o la diva Sosa le correspondió vivir la nueva ola de atención que pusieron los exquisitos de la vieja Europa cuando una buena parte de continente Latinoamericano sufrió los embates de las dictaduras militares, en los años setenta y ochentas del siglo anterior. Ella estaba incluida en el exilio o la migración de artistas, intelectuales y disidentes importantes y además, era una excelente cantora.
Aunque Mercedes Sosa no surgió en Europa, supo conquistar a un auditorio allende los mares y su canto retornaba a la maltrecha Latinoamérica como una voz que estaba cargada por símbolos de esperanza. Sus cantos regresaban a la resistencia violenta o pacífica y alimentaban el sueño en la tierra de los que no eran exquisitos, de los que no tenían posibilidad de que sus dolencias fueran escuchadas.
Primero su labor fue penetrante en la difusión de la cultura musical de raíces folclóricas. Después, su previsión la apuntaló como una voz que pese a que la historia cambiaba, a que ya no era posible cantar las esperanzas, a que la mezquindad se abonaba en las nuevas formas de gobierno que desechaba el garrote vil pero que aceptaba de buena gana la diplomacia que devino en democracias a medias... pese a todo, Mercedes Sosa continuaba, cada vez más corpulenta y con menos movimientos de desplazamiento escénico pero que eran apenas accesorios... lo suyo era la voz y el sentimiento.
De sus primeras grabaciones hasta las últimas, el canto de la tucumana varió en ritmos, pero jamás en una finalidad, que podría aglutinarse en unas cuantas palabras; por los: solitarios, desterrados, exiliados, desamparados, pobres, locos, viciosos, golpeados, humillados, románticos, pacíficos e iracundos y festivos. El canto de Mercedes Sosa siempre causa dolor y transformación, es una raíz del alba pero también de dolores añejos que buscan salir, aunque sea por una grieta mínima.
Hay un sello recurrente en las canciones que decidía grabar, aunque se tratara de ritmos tan aparentemente contradictorios y se trató siempre de la poesía. Antes que los españoles decidieran grabar el homenaje a Pablo Neruda, hacía décadas que la Negra había musicalizado las letras del poeta chileno, en su voz galopaba Murrieta y los guerrilleros. Su coqueteo con los grandes poetas era constante, allí están las letras de Violeta Parra, “Viola preciosa, viola chilensis” como expresa la propia Mercedes en los dos álbumes dedicados a letras de la chilena.
Pero la cantante argentina no sólo guiñó con los poetas chilenos, en cada uno de los cuarenta y tantos discos que grabó se colaba algo de la mejor y más profunda poesía de los hispanoamericanos. ¿Cómo no recordarle ese susurro convertido en canto del excelente poema del peruano César Vallejo? La Sosa transforma el poema en viento suave: “Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa,/ donde nos haces una falta sin fondo!”
Aquella anciana gorda, gordísima, declaró en una entrevista concedida hace unos diez años al periódico bonaerense El Clarín que ella no podía darse el lujo de abandonar el canto. Primero, porque era su vida y segundo, porque de eso vivía, de cantar. Y cantó hondo, con su voz potente aunque cansada, pero de su garganta lo mismo emergía un tango enérgico que una chacarera rítmica, un vals calmoso o las letras de cantantes y compositores como Sting o Lucio Dalla o Charly García o Fito Páez o León Gieco o Caetano Veloso. Y cuando uno de sus muy entrañables amigos moría, Mercedes les dedicaba una canción y se dolía y le dolía porque sucede que a veces: “Dejó de latir tu cansado corazón.”
Mercedes Sosa, la Negra, ya no está más, no cantará ella que será imposible detener a los que tienen necesidad de libertad y que esos clamores hay que arrojarlos al viento. Ya no volverá repetir, ella, que el corazón tiene que subir como una bandera del amor, que la Navidad de Luis no era triste porque Jesús era como él. Su poncho rojo ya no le cubrirá el cuerpo, para cantar o contar la historia de esa villerita que se pintaba de rubia para prostituirse pero de pronto, decirle que era posible volar como sólo podía hacerlo una paloma herida.
Sin Mercedes Sosa, muchos quedamos un poco huérfanos. Pero con sus canciones resguardadas en los viejos acetatos o en los nuevos dispositivos, sabemos que acompañados por ella, la libertad es posible y la infancia no tiene fronteras.
Adiós, Mercedes. Adiós Negra acompañante de tantas noches. Luz, sólo luz y tu voz.