Cuando uno escucha la indolencia de las personas adineradas surge el sentimiento de la Cenicienta y de pronto uno quiere disculparlos porque en el fondo de su cerrazón algunos ricachones no saben lo que hacen ni lo que dicen. Allá ellos que nunca se han enterado que hay que hacer fila para comprar tortillas o que se debe ahorrar demasiado para largarse al menos tres días a la playa. La disculpa, resignación y la frase hecha es que nacieron con pañales de seda.
Pero cuando alguno de ese grupo de ricos que juegan al golf o veranean en sus propias casas de playa o viajan de normalitos en la primera clase de las líneas aéreas y bajan al pueblo para convertirse en gobernantes, las cosas se transforman. Más cuando se convierten en dirigentes populares, lo menos que se espera de ellos es que afinen su hipocresía tanto como si fueran un piano en que tocará el más virtuoso.
Pero cuando alguno de ese grupo de ricos que juegan al golf o veranean en sus propias casas de playa o viajan de normalitos en la primera clase de las líneas aéreas y bajan al pueblo para convertirse en gobernantes, las cosas se transforman. Más cuando se convierten en dirigentes populares, lo menos que se espera de ellos es que afinen su hipocresía tanto como si fueran un piano en que tocará el más virtuoso.
Quizá por eso los mexicanos le creíamos a Vicente Fox candidato, porque su torpeza nos la vendieron como hipocresía. Pero no sabíamos que su falta de celebro (no cerebro, que aunque maltrecho, lo tiene) iba a terminar de quebrar el sistema de corrupción, en lugar de crear un Estado justo. A partir de Fox presidente supimos hasta dónde eran capaces los ricos sin preparación ni experiencia ni sensibilidad. Pero tal parece que el sexenio de las erratas no sirvió de gran cosa y vimos en Fox a un tipo subnormal sin tomar en cuenta que era uno de los muchos de la plaga que nos asola.
Y conste que hasta el momento no escribo siglas partidistas. La existencia del “animal político” que creíamos entender de las lecciones de la filosofía política se transformó en un simple animal que es peligroso cuando pasa de la estantería de los bufones a la de los reyes. Cuando se concreta a divertirnos, el bufón es necesario porque en su simpleza se conjugan cada una de las taras de las que pretendemos huir; pero cuando pretende dirigir, sea la orquesta, la presidencia, el gobierno, el senado, la cámara baja, la municipalidad o la manzana, el bufón nos hace rabiar.
Con la rabia entre los dientes uno quisiera que a este México lo asolara una enfermedad nacional que provocara la muerte de los bufones coronados. Algo así como una peste medieval pero exclusiva para afectar a la gente bonita que se atrevió a cambiar las comodidades de la vida tranquila y desinteresada por las responsabilidades de la administración pública.
Pero también existe la remota posibilidad de que los bufones coronados se aproximen a leer una historia en la que tal vez comprendan que no es imposible el cambio de piel de insensible a la de ciudadano. Puede ser que muchos de ellos, incluso, hayan experimentado en su infancia una de las muchas películas de Walt Disney en las que siempre gana el héroe, que con más o menos penurias pasa las pruebas que le ponen. Pero, ¿ellos quieren ser héroes o dedicarse a la política porque su vida es demasiado aburrida?
En la versión Disney de la novela Pinocho, los chicos haraganes y los malvivientes son atraídos con el sebillo de largarse a una tierra de aventuras y diversiones ilimitadas. Allí va uno atrás del otro, incluido el necio muñeco de madera y cuando al fin llegan, de tantas golosinas, refrescos, confites y bollería de poco a poco, se comienzan a transformar en asnos. Las orejas se hacen puntiagudas y los labios se les alargan hasta terminar en hocicos; luego, es imposible que logren pronunciar una palabra, en adelante, de ellos sólo escucharemos rebuznos.
Las verdaderas lecciones de vida que recibe el muñeco Pinocho no se comprenden del todo en la película de Disney, allí nos gana la visualidad de los efectos especiales y las hadas y los insectos que sirven de conciencia. En la historia narrada por Carlo Collodi, La historia de una marioneta o también Le avventure di Pinocchio la enseñanza de la vida y el aprendizaje del muñeco adquieren una más profunda significación en el lector, porque hay frío, hambre y desolación.
Mientras que la película es mera atracción de feria, en el libro de Collodi, el muñeco que se transforma en mozalbete de cabellos castaños no es por el simple arte de la magia sino a partir de andanzas que lo conducen a un aprendizaje. La misma hada, tan guapa en la versión de Disney, es una adolescente un tanto grotesca que también sufre las transformaciones necesarias para convertirse en una mujer, aunque no deja de ser hada. Se trata del ensayo “acierto” o “error” que muestran cómo alguien puede convertirse en esos otros que ve y por supuesto, que pretende comprender para ser también “ellos.”
En la novela de Collodi no es tan sencillo “ser un niño de verdad,” el muñeco Pinocho se queda lisiado cuando después de un berrinche duerme junto al fuego, se le queman los pies. Allí está Gepetto que le fabrica los nuevos pies a esa madera tan rebelde y no obstante su pobreza, el hombre vende su abrigo para que el títere pueda adquirir un libro de lectura, tan necesario, que sin él, no podría asistir a la escuela.
¿Los bufones querrán vender un abrigo para obtener un libro de lectura o se quedan con la película de Disney y una tazón de palomitas con sabor a mantequilla?