lunes, septiembre 07, 2009

La navaja de la política nacional tiene menos filo que óxido



Quien muere herido por el filo de la navaja de la política nacional sufre en sus últimos momentos más que por la rajadura, por la infección que le provoca el óxido. Antes de que los medios de comunicación sirvieran como las porras con que se golpea a los caídos, el veneno en la sangre fungía como el mejor de los bebedizos para dirimir querellas. De las venganzas fulminantes con pócimas diluidas en vinos o néctares, la historia es una fuente rica en ejemplos. La televisión civilizó un poco la forma de vengarse o cobrarse las cuentas pendientes, pero en el fondo, ya lo decía Maquiavelo: el mejor golpe es que aquel que ya no pueda regresarse.

Pero en el estercolero de la grilla, de las pasiones ocultas y de las actitudes cobardes, la manipulación es un recurso para ejercer presión. Allí donde un político quiere incomodar a otro, estará la presencia de los manifestantes que llevan en sus pancartas los mensajes ocultos y las desdichas a la vista del público.

No es un recurso novedoso eso de salir a las calles para exigir o denunciar los abusos. Durante los trescientos años de Colonia, los pleitos entre virreyes y arzobispos se ventilaban con la turba en las calles. No eran manifestantes en el sentido moderno de la palabra sino andrajosos que se dejaban convencer a cambio de un poco de comida y un mucho de pulque. Las consignas eran según las necesidades.

Y en la primera cincuentena de vida independiente, los caciques y los caudillos supieron emplear el recurso de las manifestaciones. Se llamaban “pronunciamientos” y muy recurrente que sucedieran durante la noche. Por quien piensa que la inseguridad en la ciudad de México es un tema novedoso, durante el siglo XIX, en los tiempos de su alteza serenísima Antonio López de Santa Anna, de mamá Carlota y hasta de Benito Juárez, todos los cronistas coinciden en un punto: salir de noche era arriesgar la vida, sobraban los léperos, los vagabundos y por supuesto, los ladrones.

Con léperos, vagabundos y raterillos ocasiones era como se organizaban los famosos pronunciamientos. La plebe que una noche salió a las calles a vitorear a don Antonio López de Santa Anna y lo aclamaba y gritaba que el pueblo de México lo necesitaba tanto, fue la misma plebe que otra noche salió a mentarle la madre y a cantar el famoso corrido de “Quince uñas” y en un acto desenfrenado y en la borrachera del pulque, fueron en bola al panteón de santa Paula, donde estaba enterrada la pata del general, o mejor dicho: la pata de su alteza serenísima.

La pata se perdió y el general veracruzano siempre tuvo la ilusión de recuperarla. Durante su vejez, se dice que compró varias, pero ninguna era la suya. Pero atrás de las anécdotas, del telón pesado y polvoso del que a veces se trata la historia, están las razones políticas o de grilla, reina el óxido patriotero, tan dañino…

¿Por qué razón eran tan certeros o eficaces aquellos pronunciamientos de la plebe? Primero consideremos el espectro de una ciudad sumida en las tinieblas, con imaginarios colectivos que el morbo y los sucesos de sangre mantenían bien cebados. Sólo el caudillo, surgido de las clases medias, enriquecido por medios poco honestos, era capaz de mantener a raya a esa plebe que amenazaba con el “estallido social” y que tanto espantaba a los ricos de la época.

No podía ayudarlos el Chapulín colorado, sino el general que movía el desfile de los miserables. Y con pronunciamientos se negociaron varios cambios en la silla presidencial, los caídos en la desgracia o en el chantaje huían de la furia colectiva. No sólo Luis Capeto, el rey de Francia salió de París con un disfraz para que no lo reconocieran. De la muy noble y leal ciudad de México fueron varios que ahora conocemos como héroes o traidores los que tuvieron que largarse disfrazados como panaderos, rancheros, curas y hasta mujeres de la vida galante. Se trataba de salvar el pellejo.

Con la plebe bajo control, sea bienvenido el que la manipula. No se trataba de un juego siniestro sino de una política de calidad dudosa, una política de una nación incipiente que no lograba aterrizar ningún proyecto.

Con el siglo de la televisión y de la Internet los pronunciamientos se acabaron, los golpes son más duros a través de las pantallas y los simulacros son menos costosos.