Ayer, diecisiete o dieciocho organizaciones ciudadanas provocaron la desorganización de una ciudad. En la plaza Lerdo de la capital veracruzana, las manifestaciones fueron un pan duro cuyos mendrugos atragantaron al alcalde, al gobernador y a todos los ciudadanos que deben transitar por el centro. “Audiencia-au-dien-cia-go-ber-na-dor” arengaba uno de los muchos líderes que allí congregaron a su gente.
Para las seis de la tarde el sistema de youtube permitía reproducir imágenes de los manifestantes, lecturas parciales, pues cada medio capturó y divulgó su versión. Eso marcó las diferencias entre los camarógrafos, los hay totales, que gustan de las tomas abiertas y grandilocuentes y estaban los detallistas, esos que se percataron de las cajas de cartón que contenían las tortas. Otros vivillos captaron al manifestante enmascarado y los mensajes impresos en las pancartas.
El relajo provocado en la vialidad tiene una explicación: todas las calles pueden conducir al centro de la ciudad de Xalapa, pero son muy pocas las que sacan a los automovilistas. El centro se ha saturado con oficinas y “universidades” donde antes eran zonas habitacionales. Como señalan los entendidos en materia: crece el parque vehicular pero no las calles o zonas de rodamiento.
Quien tenga la intención de desquiciar el tráfico de una ciudad cuyas periferias y avenidas centrales están en remozamiento permanente no tiene más que acudir al centro y taponar la avenida Enríquez. Con eso se desencadenan los demás problemas. Y aunque nunca falta el que hace la pregunta indiscreta de: ¿y qué sucede cuando hay desfiles, festivales y procesiones? Es sencillo responder que los numeritos de “manifestación popular” están programados; lo que no se puede meter en agenda es la espontánea presencia de los manifestantes.
Pero eso de obstruir el paso no es presionar a las autoridades, sino mostrar las debilidades de una ciudad y provocar el enfado de los ciudadanos. A los altos funcionarios puede molestarles que los manifestantes les mienten la madre, les saquen sus trapitos al sol o se burlen de ellos; pero no les preocupa si los que gritan se asolean o mojan, vinieron desayunados o con dos buches de café en el estómago, o si traen a sus hijos pequeños porque no tienen quién los cuide.
El centro de la ciudad, como tal, no les importa. Pocos centros históricos le interesan a los gobernantes de este país y en esta ciudad, está más que demostrado que los servidores públicos de alto nivel no tienen otro remedio que ir a despachar a las oficinas de los edificios viejos. Pero lo suyo está en las periferias, donde se alzan las plazas comerciales que ofertan la vida holgada de cine, tienda de autoservicio, comercios de ropa, joyerías, artículos electrónicos, teléfonos celulares capaces de mostrarles cuál es la temperatura en Bahamas o en Berlín.
A esa periferia no van los manifestantes porque desafinan y son áreas privadas y ante una “toma” así, de pronto, está justificado el uso de la fuerza pública para desalojar a los sujetos que no van bien con el decorado de los escaparates. En esa periferia se aburren las mujeres de los altos funcionarios y echan monedas a las máquinas de juegos y compran ropa para salvar el rato. Allí también se pasean los hijos chulos y las niñas princesas caramelo, que juegan a la ronda pueblerina del cortejo pero con ropas de marca y accesorios de lujo.
¿Qué dice, por la noche, un funcionario a quien su jefe en escala le ha regañado por no controlar las protestas? No tiene más que quitarse la corbata y arrojar los zapatos para quejarse de que “la nacada” le hizo la vida imposible. ¿Imposible a ellos que despachan sentados en asientos con forros de piel, que tienen el frigobar a dos pasos, que llaman a cualquier parte del mundo sin pagar un centavo y que jamás pasan hambres porque la buena de su secretaria está al pendiente?
Ellos también pueden quejarse, pero no se agobian.