Todos los que somos caminantes en la ciudad de Xalapa sabemos que cada temporada de lluvias en las zonas bajas enfrentan el problema de las inundaciones. La propia orografía, el tipo de suelo de la capital de Veracruz es la penitencia, está ubicada en la región del quinto cerro de la Altiplanicie de México; la ciudad es famosa por sus “subidas y bajadas” y precisamente en las zonas bajas es donde las casas se inundan porque el uso de suelo se planeó mal o tarde. La solución de cada año es la presencia de los bomberos, los elementos de protección civil que acuden con bombas para drenar o como se ha observado justo en esta temporada, el desalojo de edificios relativamente nuevos pero cuya cimentación es endeble y hay riegos de derrumbes.
El problema de la época de lluvias no sólo desnuda a la capital de Veracruz, hay regiones en el Estado que también, cada año, se inundan. Allí, las aguas provocan no sólo caos de logística sino la pérdida de bienes materiales y de vidas humanas. Y cada año: las fotografías de las zonas en desastre, los reportajes especiales que se transmiten por televisión, las historias de vidas de los vecinos que lo perdieron todo o que lamentan la muerte de un familiar. La reconstrucción siempre es lenta y dolorosa, pero la fotografía de las autoridades preocupadas siempre es oportunista y ya nos acostumbramos a verlos en mangas de hule y hasta descalzos.
Allí están los responsables de la seguridad, que no del clima. Siempre y cuando el problema esté bajo control, ellos aparecen en la primera plana de los periódicos con despensas en las manos o convertidos en monigotes que los caricaturistas ensalzan sobre lanchas, que visten con impermeables y botas de hule y con un globo en el que escriben: “Todo bajo control”. Con caricaturas tal vez se aplaca la conciencia de los funcionarios pero no los sentimientos de pérdida de quienes resultan damnificados…
Voy a describir una caricatura publicada hace años en un periódico local de una capital de otro estado de la República. El entonces director de protección civil tenía fama de lento y además, de indolente. Era de los nuevos ricos que vivía en la zona alta de aquella ciudad y cada temporada de lluvias, antes de llegar a su despacho (ubicado en palacio, en la zona baja que solía inundarse) atisbaba con binoculares la zona de desastre. El caricaturista lo dibujó así pero agregó a un empleado que le advertía: “Nos acaban de avisar que se desbordó el río, ¿qué hacemos con la gente?”. El funcionario respondía: “Díganle al río que por favor, cambie de rumbo”.
En Veracruz los ríos no cambian de rumbo. En las caricaturas de los últimos años, cuando uno recuerda que las notas que ocupan las editoriales son precisamente sobre desastres por inundaciones, lo que observamos es que los servidores públicos se transforman en colosales y desproporcionados héroes que viajan en lanchas o que desde un helicóptero bajan con un cajón que indica que se trata de un botiquín de primeros auxilios. Sólo falta que en los cartones aparezca con letras negritas el típico “gracias”. ¿Hay que agradecer algo a los responsables de la seguridad ciudadana, no del clima, que acudan a las zonas de desastre a mojarse las patas cuando hay quienes ya lo perdieron todo?
La falta de crítica, de señalamientos se difumina en cuanto se maquillan las regiones siniestradas. Como bien afirmaba un viejo político a la mera usanza lópez-portillista: la construcción de redes de drenaje no funcionan para la promoción de la administración pública, es dinero que se entierra y que nadie lo puede ver, aunque beneficie a la población. En la inversión o la construcción de obra pública así, no hay bombos y platillos porque sabemos que los beneficiados son aquellos que no pueden regresar el favor sino con la buena intención de dar las gracias. Pero si en Xalapa se inundaran, al grado de llegar al siniestro o a la pérdida total, el palacio de gobierno, la Casa Veracruz o las tiendas que pertenecen a la familia del alcalde o la iglesia donde escuchan misa los ricos o las plazotas comerciales o el fraccionamiento de Las Ánimas, ¿habría tardanza en la construcción de sistemas de drenajes adecuados o las autoridades responsables serían tan lentas en mandar a dar mantenimiento a las cañerías? Quizá no.
Las fotografías o las imágenes lamentables en que vemos que sufren las personas afectadas no son precisamente en donde departe, convive y comparte la gente bonita. Hasta para lamentarse hay clases… Al antropólogo Carlo Antonio Castro le debo la historia de aquel desafortunado que en el testamento ordenaba que sobre su tumba, debajo de su nombre, escribieran en la lápida: “Tan mal me fue en esta pinche vida, que no regreso ni en Todos Santos”.