Pintura: Fernando Botero
En nuestro país se celebra hoy el “Día Nacional del Libro,” y como para toda ocasión de festejo siempre hay un cursi, soy de los que no se esperan las grandes celebraciones pero quizá dedicaré media tarde a caminar por las cada vez más escasas librerías de la capital veracruzana y comprar algo. No regalos, no tarjetas, no mensajes de felicitación para los que leen libros, no tertulias y esos detalles. El día del amor y la mistad se tiene que celebrar al menos con un beso; el de “el libro” pues será con eso: con libros.
Pero independiente de la compra de un ejemplar de hojas amarillentas o uno muy nuevecito que aún esté dentro de su camisa plástica, lo importante es no andar con las manos vacías porque a uno le comienza a entrar la cosquilla de la fatalidad. “Y si una punta de locos secuestra el camión en el que viajo, ¿en qué gastaré el cautiverio?” y esos atrevimientos cruzan la mente de quienes no vamos a la vida con las herramientas del futuro y dejamos que una parte del mundo o mejor dicho, que un fragmento de una visión del mundo se compagine en unos cuantos folios.
Hoy no se trata de felicitar a nadie. Contra la miopía que a veces contagia la academia, uno anda por las banquetas con la defensa de que el leer libros nos hace mejores. No lo sé. A veces pienso que es mucha soberbia, Carlos Salinas de Gortari es un lector apasionado y para la conseja popular no es el mejor de los hombres en la memoria de los mexicanos. Hay gente muy buena que en su vida nunca ha vuelto a abrir un libro y no por ello dejan de ser tratables; hay quienes los consumen a pasto y su compañía es chocante, insoportable.
A veces he pasado horas enteras con personas que no leen libros y sus pláticas son muy interesantes y aleccionadoras porque se trata de músicos o de técnicos. Pero, ¿si los libros no lo son todo en la vida, entonces para qué carajo lee uno? ¿Para obtener un vocabulario preciso y correcto? Los mejores albures y chistes, incluso mal sanos, se los he escuchado a grandes lectores de libros, que van desde académicos, colegas escritores y alguno que otro sobreviviente de las huestes seminaristas y que se decantó, al fin, por el periodismo. No, lo libros no sirven para hablar “bonito.”
Uno, cuando puede, husmea en las casas ajenas los escritorios de los amigos y sus bibliotecas, si las tienen. ¿Qué lee fulano que habla maravillas de tal gobernante o uno se pregunta qué leerá? Pero hay casas donde los libros son escasos. En lugar de libreros hay estantes llenos de películas, originales y piratas están formaditos y cuidados cual si fuera el mejor tesoro de la casa. En otras ocasiones a las películas las sustituyen los discos y en efecto, no falta el miserable que tiene el disco de jazz del año del caldo que el exquisito lector de libros ha buscado durante años. ¿Y por esa razón, los que no tienen libros o tienen muy pocos, son tontos, mezquinos, ignorantes, bobalicones?
Hay para todos los gustos y en esta tierra necesitamos de todas las voces, de todas las opiniones. Cuando me topo con un lector de libros con el que coincido, es apabullante darse cuenta de ambos hemos acudido al mismo libro, pero se han leído muy diferentes historias. Allí donde uno imaginó a la Teresa de La insoportable levedad del ser con los pechos pequeños y el cabello al hombro, la otra persona la hizo un poco rechoncha y con las mejillas rojas, a punto de explotarle. Claro, sucede en la literatura; porque en la ciencia, sería gravoso que cada cirujano interpretara su propia versión de la anatomía humana.
Libros que no son los escudos plásticos que utilizan los policías dispuestos a desmadrar a los mítines. Libros más bien como tapetes o alfombras mágicas, sobre los que uno puede echarse para emprender un viaje entretenido o aleccionador. Hace poco leía, en la red, un ensayo escrito por Camilo José Cela y reí mucho porque el viejo discurría sobre la utilidad de la novela y decía que no hay cosa más inútil y burguesa, más hecha para rendir culto al ocio, que la novela. Hay ideas que no pueden negarse hasta dar con lo contrario.
Hay libros que cambian la vida y otros que la hacen muy aburrida. Lamentablemente, la mayoría de los profesores dedicados a la lengua y la literatura suelen recomendar los segundos. En lugar de animar, amilanan. “Hoy les llegó la hora de leer” dicen ellos. Como si leer un libro fuera como fumarse medio kilo de mariguana a las entradas del Palacio Nacional, o como si terminar una selección de las 100 mejores poesías de amor equivaliera a orinarse en un mural de Diego Rivera o como si leer un libro de dietas significara arrojar un petardo a la capilla Sixtina.
En nuestro país se lee y mucho. Es otra cosa que en lugar de libros nos divierta más leer los mensajes en las puertas y paredes de los baños públicos, en las ventanas o asientos del transporte público, en las redes cibernéticas (el “feisbuc” me maravilla, es como si regresáramos al tiempo de imperio romano, en Roma: escribe en el muro de tu vecino si lo amas o lo odias… una costumbre latina que no hemos perdido y que ahora, para ser modernos, trasladamos a la red).
Sí, leemos y mucho. Pero a pocos mexicanos les gustan los libros. No creo, me incomoda pensar rápido y escribir que no lo hacemos porque somos un pueblo de huevones, de ignorantes, de atrasados, de “indios ladinos,” de pillos, de jijueputas… Todo lo que quieran decir los profesores que también odian los libros. Quedo con una idea que en alguna entrevista memorable le hice al entrañable maestro universitario Mario Muñoz. Delante de una buena taza de café, me dijo: “Yo creo que no leemos libros porque tuvimos Inquisición y nos los prohibía, quizá es un mal añejo que no nos atrevemos a ver.”