Hay que ser atrevido o pelmazo para aceptar la conducción de un programa sobre la nueva cocina mexicana y concluir la emisión con un consejo rápido: “Pero aunque nuestra gastronomía es tan variada, por fortuna hay supermercados de 24 horas donde todo lo venden hecho.” Sin objeciones, el conductor sabe a dónde acudir cuando lo cerca el hambre siente que a su estómago lo cercenan las lombrices, sabe dónde llenarse la tripa con unisel y verduras a punto de ir al tiradero.
Pero se trata de una moda más bien de pose y un poco deshonrosa para la gastronomía de cualquier sitio, de cualquier parte del mundo. Porque si bien en cualquier sitio de cualquier parte del mundo hay una tienda donde un hombre vestido con peluca color naranja vende hamburguesas de carne o de cartón, en las calles traseras de aquellos tendajones iluminados hay los guisos propios que preparan las manos de un pulso bien educado para hacer de los productos locales un milagro. Esa cocina regional que provoca una frase del hambriento o el gourmet: “Esto sabe un poco a lo que su supone que los teólogos cuentan que es el cielo.”
No está de moda comer en los sitios donde hombres y mujeres expertos en los productos locales o regionales hacen maravillas. Pero hay un gustillo por lo tradicional siempre y cuando esos platos que sabían a la cocina de la abuela, que olían a los recuerdos de la infancia normal, común y corriente, se anuncien en cartas muy elegantes y digan que se trata de sugerencia de los cocineros estrellas. Los tacos rellenos con fideos de de lo que era una sopa aguada de pasta y que todos le aceptamos a la tía o la abuela y que estaban al alcance en cualquier cocina de México, de la noche a la mañana son “una delicia del México tradicional.”
Sí, está bien que hay delicias y se le pueden vender así a un francés o a un ruso, cuando todos sabemos que en el fondo se trata casi de la frase que Thomás Mann gustaba aplicarle a Venecia: “La mitad de la ciudad es un cuento de hadas, la otra, un engaño para turistas”... pero a los mexicanos... sí, tal vez a los que ya se olvidaron de los productos de siempre y creen que la respuesta y la variedad está en los supermercados de 24 horas, donde todos, por rapidez o hambre, hemos caído alguna vez. Pero si los productores de programas dedicados a la gastronomía no saben qué diferencia hay entre una tortilla de maíz y un “burrito,” pues les dará lo mismo perfumar su ensalada con pimienta recién molida que con una ya pulverizada. Les dará igual besar una boca real que acostarse con un monigote inflable y decir que “hicieron el amor.”
Hay de gustos a gustos. Hay de cocinas mexicanas a frijoles enlatados. Yo las cocinas forradas con mosaico de Talavera de Puebla las conozco porque ahora son parte de conventos-museos poblanos. Pero cuando uno lee algunos fragmentos que los historiadores han rescatado de los recetarios coloniales, los guisos se antojan poco. El revoltillo de doce huevos freídos al mismo tiempo con manteca de cerdo, azúcar y unos cuantos clavos clavos de olor seguramente eran las delicias de las monjas bigotonas y los obispos glotones; pero no es un platillo que se apetezca para volver algo pesada la ligereza con la que a veces transcurre la mañana del domingo.
A veces pensamos que la comida aparece recién hecha gracias a las dádivas del horno de microondas. Que todo se arregla con que los dientes rasguen el empaque y listo. Pero si los mexicanos también somos expertos de comer en los puestos expendedores de comida callejera no es por moda o pose. En la única gran urbe de la Nueva España, en la muy noble y leal ciudad de México, era tal la cantidad de personas que acudían a resolver negocios o a hacer entripados con las autoridades virreinales o a mendigar o a ser vagabundos en la región más transparente del aire, que siempre fue negocio vender comida. El primer restaurante como tal aparece hasta la segunda vuelta de Benito Juárez como presidente de la República restaurada. Otros historiadores dicen que fue durante el imperio de Maximiliano de Habsburgo cuando se abrió el primer restaurante. Me quedo con el republicano, el de Benito, hasta que se demuestre lo contrario.
Sigo con el episodio de la comida callejera durante la época colonial. Las tortillas de maíz se empleaban como platos de los guisos o los “nenepiles” que desde muy temprano se vendían en las calles. Nuestros tacos callejeros que hemos heredado y a los que se salpica con pringas de cebolla y cilantro, son tataranietos de aquellas menudencias y sobras de las carnes de cerdo, res y cordero que no eran aprovechadas o que eran despreciadas por las gentes pudientes que consumían buenos productos cárnicos todos los días. Los historiadores y algunos cronistas explican que era por las noches cuando las sobras se aderezaban, crudas, y al calor de las ascuas de los anafres, se cocinaban muy lento, durante la noche. Manjar callejero que se vendía al otro día.
Los nenepiles o el revoltillo de huevos para el señor obispo. La cocina siempre ha variado según los productos a los que se puede tener acceso. Ese caldo amarillento y denso al que llamamos rompope y que también inventaron las monjas novohispanas no era una bebida de acceso público. La canela era una de las especias más apreciadas y su lugar como señora del sabor picante y agradable y como señor que al mismo tiempo todo lo perfuma, fue inamovible durante siglos, hasta que dejó de ser tan costosa y todos los comunes la encontramos en el supermercado, en rama o en polvo o en químico que disfraza.
Creo que gastronomía es el platillo para la fotografía que servirá de promoción. Cocina es el milagro al que recurrimos todos los días, con productos de más o de menos. Y las cocinas regionales son eso, la improvisación cotidiana sobre la cual una afrancesada sopa de cebollas se convierte en un caldo picante al que le sobró cebolla. No se trata de sobrevivir sino de celebrar la vida. Si de seguir vivo es el asunto, con seis cucharadas de leche en polvo y dos litros de agua, un ser humano puede soportar hasta diez días, sin probar otro alimento. Eso me lo contó un gran lector de revistas dirigidas a soldados y gente de bullicio. Cuando se lo pregunté a una nutrióloga, me dijo que sí, aunque no es lo mejor que se le podía hacer al cuerpo.
La cocina, entonces, es un mucho de nuestra necesidad de comunicarnos con los demás a través de la cultura... Y no quiere decir que para condimentar la salsa de unos chilaquiles sea mejor escuchar una balada de José José que la obertura de Las Valquirias. Cultura porque en cada una de nuestras acciones arrastramos genes con lo que en ocasiones olvidamos dialogar pero que nunca se van. Así que cuando pizcamos la sal para rociarla sobre una carne blanca que se dora en manquetilla, probablemente hay una parienta muy vieja que se quedó en una descuidada rama del árbol genealógico. ¿No se tratará de esa clásica trota mundos que cuando se terminó cierta guerra, se largó a la Europa campesina porque un día se enamoró de un zauvo que venía para combatir las huestes de chinacos que apoyaban a Benito Juárez? Esa tía descocada que después regresó a México porque venía en el elenco de un circo y traía el titipuchal de hijos. Esa fue la que le enseñó a alguien a usar la mantequilla.
En las familias hay de todo. Desde embajadores hasta vagabundos. Y alguna vez todos nos juntamos a la mesa y no falta el que pregunte: “¿Qué hierba usaste para el guisado?” o el que jura que es mejor el arroz que prepara su mamá. “Calienta más un viaje de novios que un carbón al rojo vivo,” así decían antes. Yo me quedo con las cocinas cercanas, las que huelen a maíz y cuentan historias. Los restaurantes son agradables, pero nadie platica con los meseros o las cocineras porque alguien inventó que pierden mucho tiempo.