lunes, diciembre 28, 2009

En recuerdo de Lencho Ardüengo

Murió hace un año y días, por una afección cardíaca. Aquella noticia se propagó, porque era inesperada, primero entre amigos. “Lorenzo se murió, estaba en su oficina.” Al otro lado hablaba el escritor veracruzano Raúl Hernández Viveros: “No juegues con eso” “De verdad” “No es posible.” Historias así van a circular y demasiadas. Pero eso es mejor recordar al hombrón que recibía, siempre con la puerta abierta, en su oficina del Departamento de Cinematografía de la Universidad Veracruzana, un socucho donde a falta de cineteca naufraga en Lomas del Estadio sólo el buen amor al cine es capaz de sostener tantas películas juntas. Otro cuento.

Nunca desocupado, al teléfono o peleando con Flavio porque: “A ver Falvio, ¿dónde tenemos esa película” y luego la Maru: “Licenciado, yo me acuerdo” y para hacer segunda Carmelita: “Sí, licenciado, la película está echada a perder, acuérdese que le dijimos” Y Lorenzo. “¿Y no la tenemos en DVD?” Los tres: “Nooooooooo.” Y aquel amante del cine y de la buena mesa (aunque siempre a dieta) se encogía de brazos y con su mejor sonrisa: “No la tenemos, pero fíjate que la vi en el súper, estaba como en ¡sesenta pesos! Flavioooo, al rato te vas al super y…” Cuento de nunca acabar y cuestión de llevar dos horas de más porque cuando tratándose de cine, todo era charla. Y desde el cine de palomitas hasta de las dificultades del departamento.

Fuera de su oficina, siempre estaba más relajado. Antes de entrar a una función de cine, comía cuanta golosina le ofrecieran y se le atojaran y tomaba siempre “un poquito” porque estaba a dieta. Pero si algo le desataba la gula, preguntaba con una diplomacia sobre-aprendida en el gran cine: “Amigo, ¿dónde compraste eso que está tan rico?” (y mientras escuchaba las señas, entre más xalapeñas, mejor, ‘por la casa de doña Cuca, ésa,’ se grababa las señas en la mente y anotaba que se lo pediría a Flavio, en una pasadita para entregar cintas o recogerlas o ir corriendo como caballo loco al súper, por esa película que a ellos se les perdió).

Lorenzo no siempre hablaba de cine. Aunque un día, en su oficina, me “humilló” como decía él a los que también escriben libros, con una de sus impecables traducciones a uno de sus grandes filmes: El ángel azul, que por fortuna, está bien publicada. Y veía a un hombre que también se apesadumbraba por el cine: los encuentros entre investigadores, las muestras tan costosas, el cine club, venturoso cine el del Aula Clavijero donde muchos hemos tenido la oportunidad de ver por primera vez un cine distinto al que acostumbrábamos en casa: Bergman, Fellini, Saura, Berlanga, Scorsese, Truffaud, Welles… y tantos. Pues esa también era una de sus fechorías mejor cumplidas, la de sostener a viento y marea un punto de cine universitario, aunque nunca logró el acariciado “ciclo universitario” porque se lo comía el problema del otro cine, el que llevaban a cárceles y otros centros de detención o de retención humanas.

Pero me gustaba escuchar al hombre que iba al programa de radio para hacer la promoción de las muestras durante el primer bloque y que se quedaba la hora completa. Hablaba de literatura, de mucha literatura (su carrera formativa como licenciado, antes de irse a estudiar Cine a Varsovia) y de viajes, pero jamás lo presumía, porque tenía el candor o el sonrojo diplomático –seguramente también aprendido al cine- para animar a que leyeran tal cosa, o viajaran a ese lugar que le relataba, siempre y cuando él lo conociera. Porque jamás, que yo recuerde, nunca pasó por envidioso. No era envidioso. Contra la verdad no puede la hipocresía, en Xalapa, hubiera sido “comidilla” de lamecazuelas.

Gustaba hablar de libros, eso le emocionaba mucho. Pero cuando descubría que otra persona más admiraba lo mismo, la cercanía era inevitable. Entonces entraba en detalles y narraba algunas ideas. Era de envidiarlo, para quienes andamos sobre las letras escritas, observar que poseía el lenguaje del cine, porque sólo bastaban sus manos y las caracterizaciones que hacía y las acotaciones a la escena, eran lo suficiente para entender el filme que él apreciaba con la mirada de quien estaba acostumbrado a ver lo mejor del cine, aunque aceptara que veía lo peor. Creo que era su hechizo infalible para quien desea aprender a regresar hacia lo que vale la pena.

Aquel señor me mostró en Coatzacoalcos, durante una segunda emisión del desaparecido Festival del Mar, que creía demasiado en la juventud que hacía cortometrajes. Se emocionaba de ver propuestas nuevas, no envidiaba, le encantaba ver un arrojo que tal vez su generación no tuvo porque no tenían a la mano tanta facilidad con la electrónica y la tecnología. Daba consejos pero al igual que hablaba de libros, sin petulancia, sin ganas de joder al de junto, así hablaba lo que sabía de cine, porque nunca inventaba.

Caía bien o caía mal, no había medias tintas y por eso él sabía quién lo apreciaba y a quiénes rechazaba. Por eso, quizá, admiraba tanto a María Félix, con quien él posaba en una fotografía tomada en la Cineteca Nacional, iban platicando… en las fotos se nota al intruso que se cuela para aparentar amistad; él jamás, que lo escuchara, presumió de ser amigo de la aún gran diva del cine nacional, pero de que se nota que platicaban animadamente, se nota.

Era muy animado. En una rueda de prensa que anunciaba un festival de cine, para variar, no tenían dinero. Entonces junto con Rebeca Bouchéz se las idearon para cooperarse y poder invitarnos algo; como si los reporteros de cultura estuviéramos acostumbrados a los agasajos. Maru, fue la encargada de pedirle a la clásica vecina que guisa tan rico y vende chiles rellenos, unos chiles. Pues sucedió casi una fiesta, cuando él y unos amigos levantábamos el tiradero, Flavio dijo: “¿Oigan, y de quién son estos chiles rellenos?” y salió a la carrera para alertar a los demás de que alguien había olvidado unos chiles rellenos, Maru y el licenciado recordaron. Contraorden: “¡Flavioooo, que te esperes, porque vamos a probar y si están buenos, mejor nos los comemos nosotros!” Por eso todos los que también acudíamos tanto a él estábamos igual de gordos. La comida, para él, también era una fiesta que terminaba “mañana, porque voy a estar a dieta, ¿verdad, Carmelita?” “Sí, licenciado.” Nunca le dijeron “doctor,” su grado.

Y cuento de nunca acabar. Con ese Lorenzo Ardüengo me quedo, al que se murió sin decirnos nada, al que mientras yo andaba por la calle Revolución, recibí una llamada de Rebeca Bouchez, quien se trataba de mi heraldo para darme triste la noticia. “Pero si yo antier hablé con él, quedamos de comer el lunes” y así eran muchas expresiones: “No estés jugando, canijo” y oír del otro lado, la voz del amigo escritor con quien Lorenzo estudió en Varsovia y con quien hizo letras en la Universidad Veracruzana, al escucharlo negar, era mejor callarse y no saber de nuevo que ha muerto.