lunes, noviembre 01, 2010

Viento de san Miguel arcángel



Las fotografías de la “Muerte niña” son en nuestro país una costumbre que ahora desfila por las piezas de anticuarios. Hasta mediados del siglo pasado, cuando moría un pequeño, se decía que iba directo al cielo o que lo había encontrado la “muerte niña” y en algún momento regresaría del cielo. Para la creencia prehispánica, los menores no iban a los páramos infernales sino a un lugar donde estaba plantado un árbol del cual pendían tetas que daban leche: el árbol de las chichis. Avanzado el siglo veinte en el territorio, eran más comunes los fotógrafos y las placas se hacían con el fin de preservar un recuerdo del ser que no pudo convertirse en mayor; se les rodeaba con flores y velas blancas y se les vestía lo más parecido a un ángel.

Pero justo al finalizar la primera década del siglo veintiuno mexicano, se trata de miles de fotografías que tenemos de una muerte inesperada o quizá de un cuerpo que ya sabía que iba a encontrarse con una bala perdida, o destinada. Son los asesinados por la guerra emprendida contra el narcotráfico, son los sicarios que se confundirían mientras comen una orden al pastor en cualquier puesto de tacos; son los comandantes que han disfrutado de la mordedura al sebo, son los rostros también de las víctimas que andaban en la calle y les tocó.

De muertos estamos rodeados y así, la calavera dulzona del Todos santos de dos mil diez tiene el regusto a hierro porque está pringada con sangre real, que irrigó los cuerpos de gente a la que conocimos o de la que nos topamos en la calle, sin saber a veces, que en la bolsa de la cartera o en la memoria del teléfono celular, se carga apenas con el recuerdo de una vida. No hay epidemia tan dolorosa como la guerra, porque hay llanto de miles en tanto, unos cuántos se ponen de acuerdo.

En la televisión se ofrecen las comedias gringas que no se cansarán de la “noche de brujas” y los canales dedicados al cine transmiten historias de aparecidos y fantasmas que a los mexicanos ya no tienen mucho qué decirnos. Los muertos nuestros están próximos en la banqueta y son los ecos de la batalla del benefactor arcángel Miguel, que se enfundó las cananas y afiló todos los machetes y cuando no se pone de acuerdo con Lucifer, le estampa su pie al rostro de un demonio que le hace creer en un triunfo pasajero.

La muerte de México ya no es a colores chillones, como la pintó Diego Rivera, esa Catrina guapetona que observa al visitante que desea mirar la guerra detenida a mediados del siglo veinte. Allí, en el mural rescatado del terremoto de 1985, la comadre de los mexicanos gobierna el destino de los fallecidos con historia. Pero transcurridos los años, a esa Catrina ya no le queda más remedio que salir de nuevo para no parar con su rondín y aunque le roben el bolso en la parada del metro y la asalten en la estación de autobuses y unos soldados le maltraten el sombrero… ella… sonreirá desde el mural. Sabe que lleva una maleta extra.

Y Teresa llevaba toda su vida en una maleta y antes de presentarse con equipaje a la casa del médico, guardó la precaución como de pariente lejano que no se ha visto en años. Dejó su maleta en la estación, antes de ir a ofrecerle su vida al mujeriego de Tomás. Y aunque esas cosas ocurren en las novelas y están lejanas de la vida real, el gesto de la entrañable Teresa pone de manifiesto que los seres humanos, sensatos o con impertinencia, somos capaces de meter la vida en una maleta y esperar a que alguien nos favorezca. Pero esa fue ocurrencia de Milan Kundera.

Aunque desde la publicación de la novela “La insoportable levedad del ser” a mediados de los ochenta, a la casi primera década del siglo veintiuno, la humanidad ha visto una serie de migraciones desencadenadas por la incapacidad humana de ponerse de acuerdo y por la estupidez y la rapiña que ha puesto oídos sordos a su comunidad científica. El resultado: guerras y devastación. Las huidas movidas por el amor propio o el que se siente hacia otra persona, son cada vez menos frecuentes. Duele primero la patria herida y el amor llegará, en algún momento. La de Kundera es una novela donde también la patria lleva su parte de dolor en el corazón de cada uno de sus personajes. Por eso los afecta la levedad del ser, que resulta insoportable.

La Muerte es leve, aunque su peso resulte insoportable.